El partido de llerena a finales del XVIII

El partido de llerena a finales del XVIII

lunes, 2 de junio de 2008

EL CONCEJO, JUSTICIAS Y REGIMIENTO DE AZUAGA DURANTE EL ANTIGUO RÉGIMEN



RESUMENEntra Azuaga en la modernidad con un término jurisdiccional extenso y una hacienda concejil saneada, circunstancia que repercutía directamente en beneficio de sus vecinos, que lo disfrutaban de forma gratuita y equitativa. Sin embargo, a finales del XVIII se nos muestra con un término sensiblemente recortado respecto a la situación de partida y, además, hipotecado, necesitando arrendar las dehesas y baldíos concejiles para pagar los intereses de la deuda. La culpa de tal despropósito hemos de atribuírsela a la generalizada y asfixiante presión fiscal que soportó durante estos tres siglos a cuenta de las continuas guerras del imperio, como la mantenida contra Portugal, aparte de ciertas circunstancias negativas que incidieron específicamente sobre Azuaga.
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El concejo de Azuaga ya estaba reconocido jurisdiccionalmente y demarcado su término en el momento de la donación de Reina en 1246
[2], pese a lo cual Fernando III determinó integrarlo en dicha donación. A partir de esas fechas, por delegación de la Orden de Santiago, su gobierno y administración, como el de cualquier otro pueblo santiaguista, correspondía al cabildo concejil, órgano colegiado cuyo nombramiento, composición y competencias quedaron definidos en los Establecimientos y Leyes Capitulares de la Orden[3]. Siguiendo sus directrices, dichos cabidos básicamente estaban constituidos por dos alcaldes ordinarios (justicias), con competencias judiciales en la primera instancia, y una serie de regidores (regimiento), generalmente ayudados por otros oficiales encargados de ejecutar lo dispuestos por alcaldes y regidores en los plenos concejiles.

Según las disposiciones iniciales de la Orden, el nombramiento de alcaldes y regidores debía hacerse anualmente en cabildos abiertos, teniendo cualquier vecino capacidad jurídica para elegir y ser elegido. Así ocurrió hasta los tiempos del maestre e infante don Enrique de Aragón (1409-1445), bajo cuyo maestrazgo se sustituyó el modelo democrático anterior por otro de carácter oligár­quico, en el que sólo un reducido número de vecino­s tenían este privilegio.

Los Reyes Católicos, una vez que asumieron la administración de la Orden, apenas modificaron lo establecido sobre el gobierno y administración de los concejos santiaguistas. Además, como venía ocurriendo desde el mismo momento en el que la Corona cedió a perpetuidad el dominio señorial y solariego de una buena parte de Extremadura a dicha Orden, defendieron que los aprovechamientos de las distintas dehesas, baldíos y ejidos debían ser compartidos de forma comunal, gratuita y equitativa por el común de vecinos de cada concejo, quedando expresamente prohibido la venta o arrendamiento de cualquiera de estos predios, como así estaba recogido en los Establecimientos y Leyes Capitulares santiaguistas. También se salvaguardaba en este compendio legal la integridad territorial de cada término y la exclusividad de sus vecinos en el disfrute de los distintos aprovechamientos.

Sim embargo, los Austria, sus sucesores, tomaron un rumbo bien distinto en relación con la administración de las Órdenes Militares, utilizándolas continuamente para remediar las necesidades hacendísticas surgidas a cuentas de la ampliación y mantenimiento del imperio. Por estas circunstancias, bajo la dinastía de los Austria se vendieron baldíos, se constituyeron nuevos señoríos, se negoció con los hábitos y encomiendas, se eximieron villas, se enajenaron oficios públicos, etc. En definitiva, por encima del fuero de la Orden y de lo dispuesto en los Establecimiento santiaguistas, los maestrazgos soportaron un tratamiento como si de tierras de realengo se tratase.

Dentro de esta administración tan abusiva destacamos la pérdida de autonomía municipal a raíz de la entrada en vigor de la Ley Capitu­lar de 1563, donde se regulaba el nombra­mien­to de alcaldes ordinarios y regidores en los pueblos, ampliando las competencias de los gobernadores – el de Llerena, en nuestro caso- circunstancia que anulaba prácticamente la opinión del vecindario en la elección de dichos oficios concejiles. No quedó en esto la cuestión pues, poco después y siguiendo con las reformas administrativas de Felipe II, la pérdida de autono­mía munici­pal se incre­men­tó tras la entrada en vigor de la Cédula Real de 1566, que suprimía las compe­tencias judiciales de los alcaldes ordinarios de los pueblos de órdenes militares, dejándolas en manos de los gobernadores y alcaldes mayores, por motivo de que la justicia no se administraba según convenía; por ser los Alcaldes Ordinarios Vecinos, y Naturales de los Pueblos, y no ser Letrados. En efecto, hasta 1566 los dos alcaldes ordinarios de Azuaga, como los de cualquier otro concejo santiaguista, tenían capacidad legal para administrar la primera justicia, también llamada ordinaria, en todos los negocios y causas civiles y criminales, quedando las apelaciones en manos del gobernador del partido de Llerena.

Para complicarle aún más las cosas a los azuagueños –y a todos los españoles de la época, pues estas nuevas medidas fueron generales- por estas mismas fechas Felipe II decide nuevamente hacer caja, fomentando la venta de cuantas regidu­rías perpe­tuas
[4] se solicitaran y pagaran. La enajena­ción de oficios conceji­les, lejos de democra­tizar la adminis­tra­ción municipal, reforzó la posición de los poderosos locales en el control de los concejos, cuyo ejemplo más próximo y oportuno lo encontramos en Azuaga, aunque también fue una práctica generalizada entre los concejos santiaguistas.

En definitiva, malos tiempos para los azuagueños durante el reinado de Felipe II. Por un lado permitió que diez regidores perpetuos gobernaran y administraran el concejo y su importantísima hacienda según más le convenían; por el otro, no menos humillante, obligaba al vecindario a desplazarse a Llerena para recibir justicia o, lo que aún resultaba más gravoso, ver cómo los oficiales de la gobernación de Llerena se señoreaban por sus calles y términos para administrar justicia “in situ”, y, además, cobrarles elevadas dietas y gastos burocráticos. Naturalmente, hay que matizar que el monarca no sentía una especial inquina o animadversión por los azuagueños; simplemente tomó estas decisiones de carácter general para hacer caja y mitigar las deudas de la Hacienda Real, siempre al borde de la bancarrota a cuenta de los excesivos gastos que representaba la defensa de la cristiandad y, especial y solapadamente, la expansión y el sostenimiento del particular imperio de los Austria. En cualquier caso, hay que “agradecer” el hecho de que el monarca, aunque forzó estas situaciones tan tramposas y abusivas, después habilitó los medios legales para que los concejos y vasallos eludieran dichas trampas; eso sí, debiendo pagar por recuperar la primitiva situación lo que tuvo a bien establecer el monarca.

Y de justicia arbitraria, y de pagar y pechar lo que continuamente se le ofrecía a Felipe II, ya sabían bastante los azuagueños de la segunda mitad del XVI. Estaba reciente el caso de la exención jurisdiccional de la antigua aldea de la Granja, nueva villa desde que en 1564 compró y pagó sus derechos de villazgo, hecho que implicaba segregar del término histórico de Azuaga, el más extenso de los comprendidos en el partido histórico de Llerena, la parte que se le adjudicó a la nueva villa. En ausencia de la carta de villazgo, desconocemos los términos argumentados por los entonces aldeanos de Granja a Felipe II para solicitar la exención jurisdiccional de Azuaga y adquirir el estatus de villa; se supone que alegarían lo habitual e estos caso: vejaciones y malos tratos por parte de los oficiales del concejo azuagueño, además del oportunista deseo de colaborar con el monarca y su real hacienda en el manteniendo del imperio y en defensa de la cristiandad. Por ello, como también era habitual en estos casos, se le adjudicó un buen pedazo del primitivo término azuagueño, seguramente muy superior al que le hubiese correspondido en proporción al número de vecinos que se segregaban de la jurisdicción.

También se estaba resolviendo por aquellos años el asunto del cuarto de legua cuadrada del término azuagueño por el que se interesó la marquesa viuda de Villanueva del Río (y Minas)
[5]. Esta otra cuestión se encuentra asociada a la venta de Berlanga y Valverde (entonces de Reina), en cuyas negociaciones los representantes del referido marquesado consiguieron, además de comprar el señorío jurisdiccional de casi el 50% de las mejores tierras de los términos de la Encomienda de Reina, hacerse también con dichos derechos en un cuarto de legua cuadrada del ya mermado término de Azuaga después de la exención jurisdiccional de Granja. Por el expediente de venta, parece deducirse que los azuagueños acataron con cierto estoicismo tal decisión –la propia de la impotencia de enfrentarse a los intereses del monarca-, aunque se defendieron enérgicamente cuando observaron que en el deslinde los administradores del marquesado pretendían delimitar, y delimitaron inicialmente, una legua cuadrada en lugar del cuarto pactado[6]. Finalmente, el asunto se resolvió por una vez a favor de Azuaga, que sólo perdió los derechos jurisdiccionales en el cuarto de legua cuadrada. En efecto, el término deslindado seguía perteneciendo a Azuaga, aunque la impartición de justicia en las causas relativas a hechos relacionados o ocurridos en el cuarto de legua cuadrada correspondía al marquesado de Villanueva del Río, más tarde incorporado a la casa de Alba, familia señorial a la que también pertenecían los diezmos, en detrimento de los derechos históricos del comendador de Azuaga. En definitiva, un nuevo traspié para la ancestral villa de Azuaga pues, además de la pérdida de jurisdicción, quedó expuesta a la potencial peligrosidad que suponía alindar con tan importantes vecinos, siempre dispuestos a incomodar y actuar abusivamente cuando se trataba de defender un maravedí.

Por lo tanto, durante el reinado de Felipe II los azuagueños -aparte una presión fiscal acuciante y generalizada para Castilla, ya muy estudiada y dada a conocer por numerosos historiadores
[7]- tuvieron que soportar cuatro envites directos: la exención jurisdiccional de Granja, la exención jurisdiccional del cuarto de legua cuadrada referido, la aparición de los regidores perpetuos en la villa y la autorización a los oficiales de la gobernación de Llerena para administrar justicia en primera instancia dentro de la villa y su término, competencia que antes de 1566 correspondía a los alcaldes ordinarios de Azuaga. Por lo contrario, y para más indignación, su rival más directo en el partido y señorío de la orden de Santiago en Extremadura, el concejo de Llerena, quedó francamente beneficiado al aumentar por estas mismas fechas sus competencias administrativas y expandirse jurisdiccionalmente asimilando como aldeas propias los antiguos lugares y términos de Cantalgallo, la Higuera[8] y Maguilla[9].

Ante esta situación tan crítica, los azuagueños deberían haber actuado en consecuencia, cosa que hicieron a medias. Así, respecto a la pérdida de término y jurisdicción aludida, tomaron la prudente decisión de no enfrentarse a los intereses de Felipe II, salvo en el caso del deslinde del cuarto de legua cuadrada. Es cierto que podrían haber ejercido el derecho de tanteo y retracto sobre la parte del término jurisdiccional que perdían pero, por otras experiencias similares surgidas en distintos lugares, sabían que, aparte gastarse grandes cantidades de maravedíes en abogados y procuradores, al final el fracaso estaba garantizado. Por ello, olvidándose de estos dos asuntos y haciendo los cálculos pertinente, también entendieron, y así actuaron, que no podían hacer nada para recuperar la jurisdicción suprimida ni sobre el consumo de regidores perpetuos sin poner en riesgo las dehesas y baldíos concejiles.

Esta misma disyuntiva estaba presente por aquellas fechas en la práctica totalidad de los concejos de la Extremadura santiaguistas, salvo en Llerena, donde únicamente tenían el problema de desembarazarse de los regidores perpetuos, aspecto que abordaron a finales del XVI, aunque con resultado perverso para sus vecinos
[10]. Por las referencias que tenemos, la mayoría de los concejos santiaguistas de la zona optaron, inmediatamente que Felipe II lo permitió (a partir de 1588), por recuperar la administración de justicia en primera instancia, impidiendo de esta manera que el gobernador de Llerena y sus oficiales se entrometiesen continuamente en dicha administración y evitando así mismo humillaciones, molestias y gastos al vecindario, pero teniendo que soportar los abusos de los vecinos que decidieron comprar el oficio de regidor perpetuo. Sin embargo, en Azuaga quedaron como paralizados e impotente, aguantando simultanea y estoicamente la prepotencia de los diez nuevos regidores perpetuos y las continuas envestidas de los oficiales de justicia de Llerena; es decir, iniciaron el siglo XVII con ambos problemas.

Por lo tanto, con los antecedentes relatados, durante el XVII tampoco le fueron bien las cosas a Azuaga ni, en general, al reino de España. La crisis y decadencia generalizada de este último siglo se achaca al empecinamiento de los Austria en mantener su particular imperio y hegemonía en Europa. Además, internamente hubo que afrontar el intento separatista de Cataluña y la guerra contra Portugal, cuyos naturales decididamente no querían ser gobernados desde Madrid. Por la concurrencia de tantas circunstancias adversas, los gastos militares fueron cuantiosos y la correspondiente financiación se llevó a cabo incrementando la ya elevada presión fiscal heredada de Felipe II.

Pues bien, bajo esta crítica situación, en 1633 los azuagueños decidieron por fin abordar parte la comprometida situación en la que estaban envueltos desde finales del XVI, tomando la decisión de hipotecar las tierras concejiles y comunales para hacer frente a los gastos que suponía el consumo o recompra de los diez oficios de regidores perpetuos adquiridos por otros tantos vecinos de la villa y, de esta manera, por el procedimiento de insaculación habitual, que cada año fuesen nombrados los regidores correspondientes de acuerdo con la Ley Capitular de 1563
[11]. Para ello, y por iniciativa de algunos vecinos que comprometieron su propia hacienda, se siguió el procedimiento habitual, según las indicaciones que los funcionarios reales ya habían habilitado para tal efecto:
- Se convocó cabildo abierto por petición popular.
- Tras las pertinentes deliberaciones, se acordó ejercer el derecho de tanteo sobre las diez regidurías perpetuas referidas.
- Para ello, se dieron los oportunos poderes a los dos alcaldes ordinarios, autorizándoles a gestionar y seguir el asunto.
- Estos, asesorados y representados por abogados y procuradores, solicitaron la Real Provisión pertinente que les autorizase a recomprar para el concejo las regidurías enajenadas por la Corona.
- Con dicha autorización, solicitaron otra Real Provisión que les facultase para imponer un censo sobre determinadas dehesas concejiles y también para arrendarlas
[12].
- Seguidamente, el concejo hizo público por toda la comarca la necesidad de pedir prestado 6.500 ducados, cantidad en la que se tasó el valor de las diez regidurías perpetuas consumidas, haciendo constar que como garantía de pago el prestamista de turno podría establecer un censo al quitar (no perpetuo) sobre las dehesas autorizadas por la corona.

Pues bien, al parecer fue una viuda guadalcanalense quien se hizo eco de las intenciones del concejo azuagueño, poniendo sobre la mesa los 6.500 ducados en los que se tasó el valor de las diez regidurías
[13]. Ésta es la circunstancia por la que el documento de referencia se localice en el Archivo de Protocolos Notariales de Guadalcanal, donde aparecen amplias referencia sobre dicho asunto, entre las cuales, aparte las referidas y las insistentes seguridades jurídicas del capital prestado exigida por la prestamista, se relacionan y describen las dehesas hipotecadas como garantía de pago. Éstas eran conocidas por los nombres de dehesa boyal Vieja, dehesa boyal Nueva, otra dehesa boyal denominada dehesilla del Matachel y el baldío adehesado de Valdenoques.

Por desgracia, no fueron estos los únicos predios hipotecados, pues a medida que avanzaba el XVII la situación era cada vez más crítica, necesitando el concejo azuagueño recurrir a nuevos préstamos para afrontar la continua demanda de impuestos, estableciendo para ello nuevos censos o hipotecas sobre el resto de las tierras concejiles y comunales. La consecuencia más inmediata fue la necesidad de arrendar la totalidad de las tierras concejiles para afrontar anualmente los corridos o réditos del capital prestado, situación determinante para que dichas tierras, que teóricamente debían ser usufructuadas gratuita y equitativamente por el común de vecinos, perdieran ese carácter ancestral y surgiese la necesidad de arrendar en pública subasta sus aprovechamientos. Por ello, en Azuaga se consolida ese ya crónico estado de excepción, que se saltaba, con la anuencia e interés de la corona, lo dispuesto en los Establecimientos y Leyes Capitulares santiaguistas, y también lo recogidos en las particulares Ordenanzas Municipales de Azuaga
[14], donde, volvemos a insistir, se defendía la imposibilidad de arrendar las tierras concejiles y la obligación de repartirlas equitativamente entre los vecinos.

No hace falta aclarar que esta lamentable situación fue común a la mayor parte de los concejos de los reinos de España, especialmente a los de la corona de Castilla, donde estaba incluida nuestra villa y la práctica totalidad de lo que quedaba del señorío de la Orden de Santiago. También conviene observar otro aspecto importante sobre la fiscalidad aplicada. Me refiero a su carácter indirecto; es decir, se aplicaba por igual al vecindario (mayoritariamente al consumo y a los bienes comunales, como acabamos de considerar) con independencia de su particular hacienda, reducida a las utilidades de las actividades comerciales, artesanales o ganaderas, pues la tierra en manos privadas no representaba mas del 10% en cada término, al menos en el partido histórico de Llerena.

Pues bien, pese a todos los problemas descritos, liberados ya de los específicos gastos de la Guerra contra Portugal, en 1674 los azuagueños tuvieron que replantearse el escabroso asunto de la jurisdicción suprimida en 1566 pues, al parecer, las molestias que recibían de los funcionarios de las distintas administraciones centralizadas en Llerena resultaban ya inaguantables
[15]. Por ello, en esta última fecha decidieron poner en conocimiento de Carlos II su crítica situación, relatándole los repetidos esfuerzos de la villa para pagar religiosamente todos los impuestos que se le ofrecían y habían ofrecido a la corona durante la Guerra contra Portugal, que el vecindario había pasado en un siglo de 1.630 vecinos (en 1565) a sólo 552 (en 1674, incluyendo a religiosos, viudas, pobres y otros no contribuyentes), que las arcas del concejo estaba totalmente vacías y con numerosas deudas pendientes, que la Casa del Ayuntamiento se había desplomado, habiendo sepultando y destruidos en su caída a los documentos sobre los privilegios de la villa, y que esta circunstancia les dejaba en clara indefensión frente a las exigencias de los funcionarios de las distintas administraciones llerenenses. Finalmente, le hacen saber el deseo de eximirse de la jurisdicción de la ciudad de Llerena, relatándole que “ha mucho tiempo que excede de la memoria de los hombres que obtuvieron privilegio de ser villa por si y sobre si y como tal los alcaldes y oficiales del Ayuntamiento conocían de todas las causas, de cualquier género que fueren en su primera instancia hasta su fenecimiento por sentencia definitiva…”

No indicaron los oficiales y procuradores de Azuaga o, lo que es más probable, no sabían el motivo por el cual habían perdido dicha jurisdicción en favor del gobernador de Llerena; sólo referían las molestias y vejaciones que les infringían, así como su indefensión documental por la referida ruina del archivo. Como ya se ha adelantado, la pérdida de la capacidad de administrar justicia en primera instancia fue la consecuencia directa de la Real Provisión de 1566. También ya se ha referido que, más adelante, Felipe II vuelve sobre sus pasos mediante otra Real Provisión, ésta de 1588, devolviendo dicha jurisdicción, pero con la condición de que el concejo que así lo deseare debería “ofrecerle” 14.500 maravedíes por vecino. Sin embargo, el concejo de Azuaga, al contrario de lo seguido en los pueblos santiaguistas de su entorno, decidió en aquellas fechas no pagar esa cantidad y seguir administrado judicialmente de forma directa desde Llerena. Y en esta situación permanecieron hasta 1674, año en el que deciden pagar y librarse de tan molesta subordinación. Desconocemos el conjunto de los trámites seguidos, aunque disponemos del documento final y definido, la Real Provisión de Carlos II devolviéndoles la jurisdicción
[16], previo pago de 3.036.000 maravedíes; es decir, 5.500[17] maravedíes por cada uno de los 552 vecinos o unidades familiares censados en Azuaga y la aldea de la Cardenchosa. Mediante dicha Real Provisión, saltándonos el ritual y las consideraciones previas, el monarca tuvo por bien:

…de propio motu, ciencia cierta y poder real absoluto… usar como Rey y Señor natural, no conociendo superior en lo temporal, hacer merced a vos, la dicha villa de Azuaga, de la jurisdicción en primera instancia civil y criminal para que como de por sí y sobre sí puedan los alcaldes ordinarios de ella… de conocer, usas y ejercer en ella y su jurisdicción, termino y territorio la primera instancia perpetuamente en todas las causas y negocios que se ofrecieren, de cualquier calidad civiles y criminales… y sin que el nuestro gobernador de la ciudad de Llerena, su alcalde mayor ni otra persona en su nombre puedan entrometerse… tal como ocurre en las demás villas exentas de estos mis reinos y señoríos… reservando, como reservo, las apelaciones que de vuestros autos y sentencias se siguieren al dicho gobernador de Llerena…

Y en esta situación, algo menos crítica durante el reinado de Carlos II, llegamos y asistimos a finales del XVII a la muerte sin sucesión de este desgraciado monarca, encontrándonos entonces en la rocambolesca situación de tener que soportar en nuestro territorio las disputas entre las dos dinastías europeas que aspiraban a la corona de los reinos de España. Al final, en perjuicio de los españoles de la época, ambos contendientes salieron beneficiados: el Borbón, Felipe V, porque consiguió los derechos históricos de la monarquía hispánica, y el aspirante de la dinastía de los Austria porque no se fue con las manos vacías.

Se inicia, por lo tanto, el XVIII con una nueva guerra interna y un cambio dinástico en la monarquía. Esta última circunstancia no supuso alteraciones significativas en el seno de la Orden de Santiago y sus concejos, espacio territorial donde, protegido de guerras y con una presión fiscal menos acuciantes, se observa de forma generalizada un crecimiento vecinal importante a lo largo del siglo, alcanzándose a finales del XVIII las cifras de vecindad que ya se alcanzaron en las últimas décadas del XVI, reducida drásticamente a lo largo del XVII como consecuencia de la desastrosa política imperialista de los Austria.

Pues bien, pasando por alto las variopintas circunstancias políticas que afectaron de forma genérica a los españoles del XVIII, nos encajamos a mediados de este siglo con dos importantes referencias sobre Azuaga: el Real Decreto de 1738, por el que se creó la Junta de Baldíos y Arbitrios para reintegrar a la Corona los baldíos usurpados por los concejos y proceder a su venta, y las 40 respuestas de los azuagueños al cuestionario conocido por el nombre de Catastro de Ensenada, que representa la mejor referencia sobre la historia de Azuaga.

Si se destaca el Real Decreto de 1738 lo hacemos por dos motivos. En primer lugar porque representa una especie de intento desamortizador por parte del Estado, que entendía ser propietario de determinados baldíos, justo los que en cada caso fuesen denunciado por los jueces de baldíos nombrados al efecto para cada comarca. Como se indica, sólo fue un intento, porque la cuestión se zanjó pagando a la corona la cantidad que en cada concejo determinaron dichos jueces de baldíos. En lo que se refiere a Azuaga, la cuestión se resolvió pagando 190.000 reales, que el concejo no tenía, por lo que tuvo que volver a hipotecar las tierras concejiles y comunales. El otro gran motivo por el que consideramos el referido Real Decreto es el de homenajear a Bernabé de Chaves
[18], el mejor cronista de la Orden de Santiago, quien precisamente redactó su famoso y recurrente Apuntamiento Legal para defender los intereses de la Orden en este intento de la corona por apoderarse de los baldíos concejiles de los pueblos santiaguistas.

Sin duda, la mejor referencia sobre Azuaga en el Antiguo Régimen la encontramos en las respuestas generales al Catastro de Ensenada, por las que conocemos, entre otros muchos aspectos históricos de gran importancia para la villa, datos sobre la extensión de su término, los distintos predios que lo integraban, sus aprovechamientos y, sobre todo, a quien correspondía dichos aprovechamientos y bajo qué circunstancias. En efecto, en la cuarta respuesta los azuagueños encargados de contestar a las cuarenta preguntas de la encuesta citan a todos y cada uno de los bienes de propios, entre ellos las dehesas, ejidos y baldíos concejiles, según la siguiente relación:
- Tres dehesas boyales (la Vieja, la Nueva y la dehesilla de Matachel).
- Tres baldíos adehesados (Valdenoques, la Nava y Zurrón de Pollinas)
- Varios baldíos (Carneril de la dehesa Vieja, Cueva de Peñaorodada, Aguda, Jabata y los sitios denominados Mesa del Castaño, el Jaramagal, el Jallón, el Coto y el Saltillo)
- El ejido ansanero, situado en las proximidades del pueblo.
- La dehesa de la Serrana que, aunque era propia de la encomienda, la bellota y el agostadero pertenecía también a los propios del concejo

En total, según la respuesta número diez, 41.815 fanegas de puño en sembradura de trigo, manifestando que se trataban de fanega de 93 varas cuadradas castellanas y, por lo tanto, equivalentes cada una de ellas a 6.043 m2; es decir, como era habitual ante una encuesta fiscal de este tipo, los concejos daban cifras de vecindad, producción y términos inferior a las reales. En efecto, la cantidad de fanegas del término es estimada claramente a la baja, pues, como es conocido, la superficie del término de Azuaga asciende a 49.731 hectáreas, es decir, 82.295 fanegas de puño. También por motivos fiscales se estimaron a la baja todos aquellos aspectos económicos locales por los que se interesaban en el Catastro.

Su distribución por aprovechamientos, según también aparece en la respuesta número diez, era de 15.080 fanegas dedicadas a pastos en dehesas y baldíos, 21.700 dedicadas a la labor, unas 5.000 que consideraban sin aprovechamientos o inútiles y el resto, siempre superficies insignificantes, dedicadas a huertas, viñas, olivos o zumacales.

En la respuesta número 20 nos indican algo importante. Concretamente relacionan las tierras que el concejo había reservado para ser aprovechadas de forma gratuita por el ganado del vecindario, reduciéndose éstas a las tres dehesas boyales y los baldíos denominados Zurrón de Pollinos y Valdenoques, además de las 5.000 fanegas que consideraban inútiles. No obstante, indican con claridad que dichos predios, con las cargas citadas, también se arrendaban a ganaderos mesteños y riberiegos, como el resto de los predios concejiles. En total, según indican en la respuesta número 23, el concejo obtenía por estos arrendamientos 60.951 reales de vellón, los cuales, junto a los 4.808 derivados de las subastas de abastecedores públicos (aceite, vino, aguardiente, pescado y carne), daban un total de ingresos para el concejo de 65.759 reales.

Con los ingresos anteriores el concejo afrontaba los gastos derivados de su administración y gobierno, según explican en la respuesta número 25, aunque una buena parte de ellos, como indicaban en la respuesta número 26, eran empleados en pagar los intereses o corridos de los once censos o hipotecas que afectaban a las dehesas y baldíos del concejo por un montante total o principal de 427.292 reales, deuda que al 3% de interés suponía unos 12.800 reales de réditos anuales. En la misma respuesta 26 nos dan más información sobre el origen de la deuda, centrada mayoritariamente (237.292 de los 427.292 referidos) en los gastos derivados del consumo de oficios que el concejo afrontó en 1634. Los 190.000 restante corresponden a la recompra de los baldíos en 1747, según la sentencia de 10 de noviembre de 1740, asunto ya comentado en líneas anteriores al referiros al Real Decreto de 1738.

Bajo esta fórmula y circunstancias permaneció el gobierno de Azuaga y del resto de los concejos santiaguistas hasta mediados de la segunda mitad del XVIII, fechas en las que se ensayó una tibia democratización municipal, tras las ins­truc­ciones de carácter general que el gobierno central dictó para la adminis­tra­ción de los bienes de propios y arbitrios (1760 y 1786). Asimismo, a partir de 1766 se permitió al vecinda­rio la interven­ción en la elección democrática de dos nuevos oficios conceji­les: el síndico persone­ro, que fiscali­zaba el reparto y adminis­tración de los bienes conceji­les, y el ­síndico del común, que hacía lo propio en la subasta y regula­ción de abastos oficiales. Ambos con voz en los plenos, pero sin voto en las decisiones municipa­les.

Sin embargo, a la vista del informe del intendente Alfranca, que aparece tras las respuestas a las preguntas planteadas por la Real Audiencia de Extremadura en el Interrogatorio que planteó en 1791
[19], las medidas ilustradas no fueron suficientes para evitar abusos y desfalcos en la administración y gobierno del concejo y sus términos. Estimaba dicho intendente que el alcalde mayor de Azuaga, autoridad real presente en la villa desde 1752, y los regidores seguían al dictado las instrucciones y manejos de un tal José Pulgarín, presbítero y subdelegado de la Santa Cruzada en Azuaga[20], que había declarado como tierras mostrencas y sin dueño determinado unas tres mil fanegas del término, vendiéndolas en nombre de la hacienda real a particulares, según las instrucciones a aplicar a este tipo de predios. El caso fue que, como indicaba el propio Alfranca, se vendió a bajo precio, no tres mil fanegas sino seis mil de las dehesas y baldíos propios del concejo que, en realidad, como sigue insistiendo el Sr. Alfranca, debido al deslinde tan ventajoso que hicieron a favor de los nuevos propietarios, se aproximaba a las doce mil fanegas, todo ello mediante escrituras dudosas, con tachaduras y espacios sin rellenar.

Por lo tanto, los azuagueños abordan el siglo XIX con las mismas deudas de siempre afectando a las tierras concejiles y comunales, pero con menos tierras a cuenta de los excesos del tal Pulgarín. Además tuvieron que hacer frente inmediatamente a la Guerra de la Independencia y a los desmanes de Fernando VII, dejando este monarca tras su muerte el terreno abonado para las desamortizaciones de las tierras de eclesiásticos en 1836 y de las concejiles a partir de 1855. Estas leyes desamortizadoras permitieron que el Estado sacase a subasta pública las tierras concejiles, pasando de lo que podríamos llamar latifundismo concejil a otro de carácter privado, que persiste.

[1] Este artículo fue presentado por su autor como una comunicación en las VIII Jornadas de Historia en Llerena, publicándose en las actas correspondientes.[2] Así lo entiende LÓPEZ FERNÁNDEZ, M. “Las Tierras de Reina entre el Islam y la Cristiandad”, en REE, T. LXIII-I, pp. 187-212, Badajoz, 2007.[3] Se imprimieron por primera vez en 1502 (Sevilla), encomendado su recopilación a FERNANDES DE LA GAMA, que los agrupó bajo el título Compilación de los Establecimientos de la Orden de la caballería de Santiago del Espada. Existen otras ediciones posteriores correspondientes a los años de 1527, 1555.1565, 1577, 1598, 1605, 1655, 1702 y 1752, generalmente actualizadas detrás de algunos de los Capítulos Generales de la Orden de Santiago.[4]El carácter a perpetuidad de estos oligarcas concejiles les habilitaba para usar y abusar del cargo, transmitirlo por herencia, venderlo e, incluso, arrendarlo.
[5] MALDONADO FERNÁNDEZ, M. Valverde de Llerena. Siglos XIII al XIX, Sevilla, 1998.[6] Resulta difícil determinar la superficie, por lo ambigüedad de la medida. Teóricamente, una legua equivalía a lo que se andaba en una hora. En cualquier caso, es notable la diferencia entre un cuarto de legua cuadrada y una legua cuadrada.[7] Remito especialmente, por lo que se ajusta a nuestra situación, a PÉREZ MARÍN, T. Historia rural de Extremadura (Crisis, decadencia y presión fiscal en el siglo XVII. El partido de Llerena), Badajoz, 1993.[8] MALDONADO FERNÁNDEZ, M. "Tres situaciones jurisdiccionales en Higuera de Llerena: lugar, aldea y villa", en Revista de Fiestas, Higuera, 1997.[9] MALDONADO FERNÁNDEZ, M. “Maguilla, ¿una aldea de Llerena?”, en Revista de Feria y Fiestas Patronales de Llerena, Llerena, 2003.
[10] MALDONADO FERNÁNDEZ, M. “Crisis en la hacienda concejil de Llerena durante el Antiguo Régimen”, en Actas e las VI Jornadas de Historia en Llerena, pp. 259-268, Llerena, 2005[11] APN de Guadalcanal, leg. 9, fol. 58 y ss.[12] En realidad, como ocurrió en la mayoría de los concejos santiaguistas, esta autorización daba paso a una especie de estado de excepción pues, según estaba dispuesto en los Establecimientos y Leyes Capitulares santiaguistas, también recogido en las ordenanzas municipales de sus concejos, los bienes comunales eran inalienables por definición, no pudiendo ser arrendados ni hipotecados, salvo, como en este caso, que se tuviese la pertinente autorización del rey, en calidad de administrador perpetuo de las órdenes militares.[13] En la documentación consultada no aparecen los nombres de los diez regidores perpetuos. Tampoco se hace referencia a las negociaciones entabladas para fijar el precio. Al parecer, se pedían inicialmente diez mil ducados, aunque el precio final, seguramente forzado por los funcionarios de la Hacienda Real, quedó en los 6.500 referidos[14] Según el Sr. Alfranca, intendente en el Interrogatorio de la Real Audiencia de Extremadura en 1791, dichas Ordenanzas fueron aprobadas en 1525.[15] Llegados a este punto, huelga indicar que no hemos de buscar a los culpables entre los vecinos pecheros de dicha ciudad, sino entre los numerosos funcionarios y oligarcas que en ella residían como sede del gobernador y de las numerosas administraciones civiles que le correspondían, aparte de albergar al provisor y su curia eclesiástica, y ser sede de uno de los tribunales de la Inquisición. Más datos en MALDONADO FERNÁNDEZ, M. Llerena en el siglo XVIII. Modelo administrativo y económico de una ciudad santiaguista, Llerena, 1997.[16] AHPC, Leg. 572.[17] Cantidad sensiblemente inferior a los 14.500 maravedíes que se exigían inicialmente.[18] CHAVES, B. Apuntamiento legal sobre el dominio solar de la Orden de Santiago en todos sus términos…, ed. Facsímile de la editorial “El Albir”, Barcelona, 1975.[19] RODRÍGUEZ CANCHO, M. Y BARIENTOS ALFAJEME, G. (Eds) Interrogatorio de la Real Audiencia de Extremadura a finales de los tiempos modernos. Partido de Llerena, Mérida, 1994.[20] El tal Pulgarín, como la mayoría de los numerosos clérigos de la villa, aparece reiteradas veces en las respuestas al Catastro de Ensenada, siempre asociado a negocios privilegiados y sospechosos, entre ellos el de receptor de bulas de la Santa Cruzada al que tanto partido sacó en la segunda mitad del XVIII.

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