El
bandolero, salteador,
proscrito
o forajido
era una persona armada dedicaba al robo por asalto,
al pillaje,
al contrabando y al secuestro.
Asociados en cuadrillas, asaltaban a los viajeros y arrieros que
discurrían por zonas poco transitadas.
El
bandolerismo fue un mal secular y endémico en
España
del
Antiguo Régimen,
con un repunte extraordinario a partir de la segunda década del XIX,
al incorporase a la delincuencia las cuadrillas de guerrilleros procedentes de la Guerra
de la Independencia
que no encontraron acomodo en el ejército regular. De esta
circunstancia deriva el tratamiento, a veces romántico, que tuvo en
su época, ocultando su verdadero significado, es decir, la crueldad
que intentamos explicar a través del caso que nos ocupa.
En
el Boletín de la Provincia de Badajoz (órgano oficial de expresión
y comunicación del gobierno, sus delegaciones provinciales y los
ayuntamientos que la integraban) correspondiente al segundo cuarto
del XIX, se recogía con excesiva frecuencia anuncios de robos y
órdenes de busca y captura de numerosos bandidos y asaltantes de
caminos y haciendas, dando señas o descripciones de los maleantes,
de los animales y de los enseres robados, así como de otras
circunstancias específicas de cada caso. La frecuencia de estos
anuncios era de tal magnitud, que hemos de entender que el bandidaje
estaba bien asentado en nuestra provincia y sus alrededores.
Buena
prueba de ello fue el caso de las correrías de una banda organizada,
respaldada y capitaneada por el alcalde de Malcocinado (Francisco
Grueso) y por el secretario de su ayuntamiento (Manuel del Río), que
se movía con comodidad por el entorno de este pueblo serrano,
aislado y mal comunicado, circunstancias que facilitaban sus
fechorías y encubrimiento.
El
pillaje de esta partida traía de cabeza a las autoridades de la
provincia y atemorizado a los vecinos de los pueblos de la sierra sur
badajocense, hasta que se presentó el hecho fortuito del 17 de
agosto de 1850. En dicho día, unos cazadores azuagueños avistaron a
varios desconocidos, que parecían acampados en un paraje recóndito
de lo más abrupto de la sierra. Apostados a una prudente distancia,
pudieron contar hasta seis personas, más una séptima, postrada,
como si estuviese dormida.
Estaban
en estas observaciones, cuando a lontananza detectaron a otras dos
que, a caballo por el camino que venía desde Malcocinado, se
dirigían sin titubeos en dirección al grupo vigilado. Tras
saludarse, los dos jinetes descargaron de sus monturas unas alforjas
que, con cierta vehemencia, fueron recogidas y vaciadas por los
acampados, mientras que los recién llegados se dirigieron a aquel
otro que parecía dormido, incorporándolo sin miramientos, como si
le demandaran algo.
Sigilosos,
los cazadores, que conocían de los numerosos actos de bandidaje
cometidos por aquellos lares, incluido el secuestro de un rico
hacendado cordobés, decidieron retornar a Azuaga, alarmar a sus
convecinos y dar parte de lo observado a la Guardia Civil, cumpliendo
así con las consignas dadas por las autoridades provinciales y
locales a través de distintos bandos.
La
Guardia Civil tomó inmediatamente cartas en el asunto, con notable
éxito, según hemos podido detectar en las crónicas que cuentan las
hazañas de este instituto armado (9º tercio de la guardia civil
gcivil.tripod.com/anterior/cap42.html-historia de la Guardia Civil).
En relación al caso que nos ocupa, dichas crónicas recogieron lo
que sigue:
En
el mes de agosto (1850) apareció en la provincia de Córdoba una
cuadrilla de ladrones, la cual se extendió por Sierra Morena hacia
la parte de Azuaga y Malcocinado, pertenecientes á la provincia de
Badajoz. Para exterminarla hubo necesidad de reunir en el partido de
Llerena diez guardias de caballería que operasen reunidos á los
seis de infantería de dicho puesto. El cabo comandante del puesto de
Llerena, José Martínez, desplegando la mayor actividad y celo,
descubrió que estaban en complicidad con los ladrones y eran
partícipes de los robos dos individuos del Ayuntamiento de
Malcocinado, á los cuales puso presos y á disposición del Juzgado
de Llerena. El Alcalde en el acto de prenderlo ofreció mil duros al
cabo Martínez para que le dejara en libertad, que fueron rechazados
con la dignidad propia de un guardia civil. Fue ascendido por tan
honrosísimo comportamiento al empleo inmediato.
En
ocasiones, las partidas de bandoleros llevaban a cabo acciones más
arriesgadas, asaltando los templos parroquiales de numerosos pueblos
de esta sierra sur badajocense (Fregenal, Segura de León, Hornachos,
Paloma, Fuente de los Arco...), como hemos podido comprobar con la
lectura del boletines citados. En esta ocasión nos ocupamos del asalto
a la parroquia de Berlanga, llevándose los bandidos una buena parte
de su tesoro artístico, según referencias tomadas del periódico El
clamor Popular, en su edición del 24 de enero de 1855.
Textualmente:
Robo
sacrílego. En la noche del 4 al 5 de
este mes de enero fue robada la
iglesia parroquial de la villa de Berlanga,
distante tres leguas de Llerena. Se llevaron dos
copones, las ánforas, la ampolleta, varias lámparas de
plata, las andas de una imagen, la custodia y un varil.
A
estos objetos agregaron una cadena de oro que tenia puesta la virgen,
así como también una sortija que le quitaron fracturando el brazo.
Dejaron en cambio sobre el altar mayor una ganzúa y una botija verde
que había contenido aguardiente. Tampoco quisieron llevarse los
ladrones una lámpara de metal plateado cuya verdadera malicia
reconocieron arañándola con algún instrumento.
Estaba
casi fracturada la cerradura de la puerta de la sacristía, donde se
guardaba la plata, sin que se explique por que no persistieran en su
propósito, pues se hallaban cortados con muchísima limpieza tres de
los cuatro clavos que sostenía la referida cerradura.
Las
formas sagradas estaban tiradas por el suelo y pisadas varias de
ellas, siendo de creer que se comieran un número considerable,
porque pocos días antes las renovó el cura y se hallaron en el
suelo muchas menos de las que se pusieron en el copón. Los oleos
también estaban derramados por en el suelo y altares.
Hasta
ahora solo se ha descubierto la huella de los caballos, los cuales
demuestran que casi todos eran animales de arranque y pujanza,
haciéndose notar que uno lleva herradura de clavo embutido, lujo
poco común en aquel país, aun para las caballerías de regalo. En
el sitio donde se apearon los jinetes, sin duda para repartir el
botín, se vieron pisadas que indudablemente estampó el calzado fino
que llevaban. Se dice también que observaron algunos que a ciertas
horas de la noche un hombre alto, vestido con una capota, se cubría
la cara con un pañuelo blanco cuando pasaba alguno a su lado.
El
crimen referido y los indicios que los ladrones han dejado hacen
sospechar que la antigua banda del alcalde de Malcocinado
(según el caso
referido para introducir este artículo) se ha reorganizado
con no menos audacia.
Al
parecer, la fechoría de estos bandidos se repitió, en este caso
asaltando la parroquia de Palomas, según quedó recogido en el
Boletín Oficial de la Provincia de Badajoz correspondiente al 26 de
enero de 1855, donde aparecía
una orden de busca y captura solicitada a instancia del juez de primera instancia de
Almendralejo:
Sobre
el asalto y robo de la iglesia de Palomas no hemos podido detectar otras noticias. Sin embargo, sobre el correspondiente a Berlanga, el
juez de primera instancia de Llerena sí parecía tener indicios sobre
los posibles asaltantes, emplazando a Diego Rosas, alias el
niño de Benamejí, para
responder de los cargos que se le imputaban (BOP de Badajoz, edición
del 5 de diciembre de 1855):
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