A
mediados del XVII, en Guadalcanal estaban representados los estereotipos sociales
propios de su época y marco geopolítico; es decir, los de la corona de Castilla,
en general, y los particulares de la Orden de Santiago, institución a la que
pertenecía.
Su
vecindario, reducido casi a un 50% respecto al de finales del XVI, estaba
distribuido en los tres estamentos propios del Antiguo Régimen: el nobiliario,
el clerical y el estado general, también conocido como el del pueblo llano
o de los buenos hombres pecheros.
El
estamento nobiliario se reducía a la oligarquía que entonces gobernaba su
concejo, ennoblecida especialmente a cuenta del dinero que los muchos indianos
guadalcanalense mandaron del otro lado del Atlántico pues, como es conocido, algunos
de ellos desempeñaron papeles importantes en el descubrimiento y conquista de
América y Oceanía. En efecto, hemos podido constatar que los descendientes de
alguno de los indianos guadalcanalenses compraron y acapararon los oficios
públicos (regidurías, alferazgos, alguacilazgos, escribanías,…) ofertados
continuamente por la Corona con la finalidad de hacer caja y aliviar su hipotecada
Hacienda.
El
estamento clerical era más numeroso de lo que pudiera sospecharse, estimando
que, aparte los tres párrocos (Santa María, Santa Ana y San Sebastián),
asociados a sus colaciones o distritos parroquiales se localizaban unos 50
clérigos más, distribuidos en las distintas categorías propias de la carrera
eclesiástica. Y a todos había que mantenerlos decentemente, viviendo con
comodidad a expensas de la administración de sacramentos (bautismos,
casamientos y defunciones) y de las numerosas capellanías, obras pías, memorias
de misas, etc. establecidas en la villa, muchas de ellas, las más suculentas en
cuanto a beneficios para el estamento clerical, fundadas por los referidos
indianos.
También
relacionado con este estamento estaban presentes en la villa tres conventos de
religiosas y dos de religiosos (casi un centenar de monjas y frailes, aparte
del personal seglar asociado). Los conventos femeninos fueron fundados por tres
indianos guadalcanalenses, quienes además dejaron a sus monjas una importante
suma de dinero para que con sus rentas pudieran mantenerse con dignidad a lo
largo de los siglos, como así fue hasta finales del XVIII. Así, por lo que
hemos podido averiguar, los conventos femeninos, y algunos de los oligarcas
locales, estaban entre las entidades de crédito y prestamistas más importantes
de la zona, siendo acreedores de la mayoría de los arruinados concejos
santiaguistas del entorno (Llerena, Azuaga, Ahillones…).
Regidores,
hacendados y religiosos representaban los dos estamentos privilegiados,
sostenido por el tercero de ellos, el más numeroso y desfavorecido estado de
los buenos hombres pecheros, con muchos deberes y pocos derechos.
En
nuestra villa, también se reflejaba el estado decadente del Imperio y de la
corona de Castilla, crisis achacable a las numerosas guerras afrontadas por la
monarquía hispánica y al recurrente incremento fiscal que se imponía para
afrontarlas. En realidad, esta elevada fiscalidad ya apareció durante el
reinado de Felipe II, sin que por ello pudiese evitar la bancarrota en su Real
Hacienda. Así lo entendían en el Consejo de Hacienda, cuando el 15 de septiembre
de 1598, pocos días después de la muerte de Felipe II, puso en conocimiento de
Felipe III, su heredero, y en el de los representantes de las ciudades de
Castilla reunidos en Cortes el lamentable e hipotecado estado del patrimonio
real. Advertían “que el rey no podía reinar y mantener su imperio de lo suyo”,
es decir, de las rentas y servicios reales habituales, sino que tendría que
pedir auxilio a sus súbditos mediante contribuciones extraordinarias. Y, “groso
modo” esta fue la directriz que presidió la política fiscal seguida por los
Austria del XVII, pues con el Imperio sucesivamente (Felipe III, entre 1598 y
1621; Felipe IV, entre 1621 y 1665; y Carlos II, entre 1665 y 1700) heredaron:
-
Guerras y discordias acumuladas durante el XVI y XVII con la
mayoría de las monarquías europeas.
-
Conflictos internos entre los distintos reinos peninsulares
(independencia de Portugal e intento separatista catalán).
-
Deudas en la Hacienda Real acumuladas desde los tiempos del
emperador Carlos I.
-
Una presión fiscal que, aparte de muy elevada, era injusta,
por afectar diferencialmente a los distintos reinos hispánicos, siendo los
súbditos de la corona de Castilla quienes pechaban con la mayor parte de la
carga tributaria.
-
Un sistema de recaudación de rentas reales ordinarias y
extraordinarias muy complejo y costoso para el erario público.
-
Unos concejos arruinados e hipotecado a cuenta de la presión
fiscal ascendente.
-
Y, por abreviar, que podríamos añadir otras calamidades
naturales (epidemias, climatología adversa, plagas de langostas y gorgojos,
malas cosechas…) no inherente a errores políticos, un sistema monetario
anárquico y fraudulento, que dificultaba el comercio interior y el exterior.
Pues
bien, ninguno de los monarcas del XVII encontró soluciones para los problemas
heredados. Todo lo contrario, pues a medida que avanzaba el siglo la situación
se complicaba, destacando como momentos más críticos el período de 1637 a 1647 y el de1676 a 1685. Sólo a finales del siglo se corrigió esta
inercia decadente, punto de inflexión alcanzado precisamente durante el reinado
del monarca más débil: el hechizado, impotente y enfermizo Carlos II.
En efecto, la guerra fue algo
inherentes a la monarquía hispánica durante el XVI y el XVII, siendo difícil
encontrar una tregua que permitiera resarcirse de los consecuentes gastos. Sin
embargo, el campo de batalla solía localizarse más allá de los Pirineos, hasta
que en 1637 los franceses decidieron hostigarnos en casa, invadiendo parte del
País Vasco y de Cataluña. Esta circunstancia motivó la primera gran
movilización y reclutamiento de soldados del XVII, acompañado de un incremento
en la presión fiscal. Afortunadamente, la respuesta del improvisado ejército
fue eficaz, de tal manera que en 1639 los franceses quedaron forzados a
abandonar sus aspiraciones expansionistas en la Península.
En 1637, con motivo de la citada
invasión francesa, se constituyó en Guadalcanal la primera compañía o “milicia
antigua”, constituida por unos 60 ó 70 de sus más competentes vecinos, que
permanentemente defendieron al rey en Cataluña como soldados de infantería hasta
1659. Esta larga campaña, una vez que los franceses se retiraron en 1639, fue
motivada por el movimiento secesionista catalán, iniciado en 1640 y concluido
en 1659.
Aprovechando
la revuelta catalana, los portugueses iniciaron el mismo camino independentista
unos meses después. Esta inoportuna e infructuosa guerra vino a acentuar los
males endémicos de Extremadura. En efecto,
Fernando Cortés (“Guerra en Extremadura: 1640-1668, en Revista de Estudios Extremeños, T.
XXXVIII-I, Badajoz, 1982.), analizando las bajas de campaña demuestra que la
mayor parte del improvisado, bisoño e indisciplinado ejército estaba
constituidos por soldados extremeños, como también eran de origen extremeño una
buena parte de los pertrechos que de imprevisto se requería para mantenerlos.
Por ello, a finales de 1639 nuevamente fueron alistados otros 60 ó 70 soldados
guadalcanalenses de infantería para este nuevo frente bélico. En total,
entendemos que durante estos largos conflictos unos 160 soldados locales quedaron
movilizados (130 infantes, más 30 de caballería) constantemente, cubriendo las
bajas y deserciones cada que estas circunstancias se producían.
Aparte lo ya referido, de estos años de angustias y zozobra tenemos importantes
noticias de nuestra villa, sin equivalente en otros pueblos del entorno.
Surgieron a cuenta de un pleito entre los párrocos locales y las instituciones
interesadas en el cobro del diezmo, de las que reclamaban un incremento de más
del 100% en sus sueldos o beneficio curado (Archivo Diputación Provincial de
Sevilla, Sec. Hospitales, leg. 10). Como ya hemos explicado en otras ocasiones,
el diezmo era un tributo de vasallaje que los vecinos pagaban a la Orden de
Santiago y representaba el 10% de todas las producciones agropecuarias de la
villa y su término. En aquellos momentos, sus beneficios se distribuían entre
varias instituciones. Concretamente entre:
- El comendador de la villa, que entonces lo era el conde de Rivera, a
quien le correspondía el 50% de los diezmos históricos de dicha encomienda
- El comendador de los bastimentos de la Provincia de León de la Orden
de Santiago, que lo era entonces el duque de Fernandina, a quien le pertenecían
las primicias, es decir, el diezmo de las diez primeras fanegas, arrobas o
cabezas de ganado de las rentas agropecuarias producidas en el término de la
encomienda.
- Y el hospital de la Sangre de la ciudad de Sevilla (hoy sede del
Parlamento de Andalucía), como poseedor de las rentas de vasallaje que habían
correspondido a la Mesa Maestral, más la otra mitad del que históricamente
correspondía a la encomienda.
Lo usual en las encomiendas santiaguistas era que los diezmos se
repartiesen entre el comendador de la misma, el de los Bastimentos y la Mesa
Maestral. Sin embargo en la de Guadalcanal, como ya hemos explicado en otra
ocasión, en 1540 Carlos V tomó la decisión de vender la mitad de los derechos
de vasallaje de la encomienda y todos los pertenecientes a la Mesa Maestral al
Hospital de la Sangre de Sevilla, una obra pía de Catalina de Rivera y de su
hijo don Fadrique Enríquez de Rivera, primer marqués de Tarifa y comendador de
Guadalcanal entre finales del XV y 1539, fecha en la que murió.
Pues
bien, a resulta de las negociaciones de la referida venta, el hospital
sevillano se comprometió a pagar parte del salario de los tres párrocos
guadalcanalense. El resto, como era usual en la Orden de Santiago, lo abonaban las
otras dos instituciones interesadas en el cobro de los diezmos: el comendador
de la encomienda y el comendador de los bastimentos de la Provincia de León de la Orden de
Santiago en nuestro caso.
Y
así venía ocurriendo desde tiempos inmemoriales. Pero en 1642, los tres
párrocos guadalcanalenses opinaban que
la crisis que imperaba en Castilla les había afectado seriamente, por lo que
demandaron un incremento en sus salarios o beneficios curados. Alegaban que la
vecindad se había reducido a la mitad, por lo que sus otros ingresos adicionales,
en especial los derivados por tasas o aranceles aplicados en la impartición de
los sacramentos (bautismos, velaciones, casamientos y entierros), se habían
reducido considerablemente. Así que, ni corto ni perezoso, cada párroco a
titulo particular se embaucó en un largo pleito reclamando de los perceptores de
los diezmos un incremento superior al 100% de lo hasta entonces estipulado en
su beneficio curado.
La
información colateral que nos proporciona los expedientes de estos pleitos es
extraordinaria, reflejando con mucha aproximación la mentalidad de la época, el
caos administrativo y jurisdiccional que se presentaba en la institución
santiaguista, así como la realidad socioeconómica imperante.
El
desarrollo de cada uno de los tres pleitos fue paralelo, aunque se trataba de
la misma cuestión y circunstancia. En primer lugar, cada párroco solicitó del rey,
a través de su Consejo de las Órdenes, un incremento en su beneficio curado,
para vivir con la decencia y desahogo que correspondía a su sacro ministerio.
Como respuesta, desde dicho Consejo se despachó una Real Provisión, dando
cuenta de la demanda y nombrando un juez instructor competente que, al tratarse
las cuestiones decimales como un asunto perteneciente a la jurisdicción eclesiástica,
su nombramiento recayó en don Francisco Caballero de Yedros, vicario del
convento y vicaría de Santa María de Tudía (y Reina).
Don
Francisco citó a cada uno de los párrocos, recogió sus peticiones y argumentos,
así como las declaraciones de los testigos presentados, declaraciones que son
las que realmente nos interesan en esta ocasión. Igualmente citó al colector de
cada una de las parroquias, es decir, al clérigo encargado de cobrar las tasas
y aranceles por todos los actos litúrgicos celebrados en la misma, así como de
su reparto entre la comunidad de clérigos asociados, destacando especialmente la
parte proporcional que le correspondía a cada uno de los párrocos demandantes.
Recabada
estas testificaciones, el juez instructor citó a los comendadores (al Guadalcanal
y al de los bastimentos de la provincia santiaguista de León en Extremadura) y,
en su habitual ausencia, a sus administradores para requerirles los libros de
contabilidad de cada una de ellas y determinar así sus beneficios. Para mayor
seguridad, también cito y tomó declaración al administrador del convento de San
Marcos de León en Llerena, quien, por su oficio y responsabilidad (le
correspondía la décima parte de los diezmos), debía conocer las cuentas de las
citadas encomiendas. Igualmente citó al administrador del Hospital de la Sangre
en Guadalcanal, tomando razón de sus beneficios en dicha villa.
Las
testificaciones y probanza comenzaron el 18 de julio de 1643, requiriendo don
Francisco Caballero de Yedros la presencia del párroco de Santa Ana, el
licenciado Alonso de Morales Molina. Después de escucharle, éste presentó a
varios testigos para argumentar y justificar la petición de aumento de salario
en su beneficio curado.
El
primero de ellos fue el presbítero Francisco Rodrigo Hidalgo, vecino te Guadalcanal,
clérigo asociado a la comunidad eclesiástica de Santa Ana y colector de la
misma. Tras jurar decir la verdad, manifestó conocer al párroco de Santa Ana,
añadiendo que el beneficio curado del mismo, como era público y notorio, ascendía
a 1.172 reales al año (676 que pagaba la encomienda, 272 el hospital y 104
reales de los bastimentos), cantidad que estimaba insuficiente para su digna
manutención, dada la calidad de su oficio. Añadía que recibía otros ingresos de
ayuda de costas por bautismos, velaciones, casamientos, entierros, memoria de
misas, etc., que en total ascendían, unos años con otros, a 700 reales, pues el
resto de lo recolectado por la parroquia pertenecía a la comunidad eclesiástica
asociada misma. De todo ello, manifestaba tener constancia cierta por ser su
colector y haber revisado los libros sacramentales y de contabilidad. Justificaba
lo exiguo de la ayuda de costas (700 reales, a los que habría que sumarle los
1.172 reales del beneficio curado, una fortuna para aquella época, con un
jornal de 2 reales diarios) explicando que en los últimos años había descendido
considerablemente la vecindad de Guadalcanal, en particular la de la colación o
distrito parroquial de Santa Ana, añadiendo que los vecinos que quedaban eran tan
pobres que apenas podían pagar los aranceles establecidos por recibir los
distintos sacramentos. Por ello, continúa testificando, debería incrementarse el
beneficio curado de la parroquia en unos 2.000 reales más, señalando a los
perceptores de los diezmos locales para dicho incremento. En este sentido,
manifestaba que el conde de Rivera cobraba anualmente de diezmo en Guadalcanal
unos 30.000 reales, “poco más o menos”, que el hospital arrendaba sus derechos
en 20.000 reales y que el duque de la Fernandina, por sus derechos de primicias
en la encomienda de bastimento, cobraba de arrendamiento unos 2.000 reales, de
lo que tenía referencia por haber sido testigo del trato de estas instituciones
con sus arrendadores.
Presentó
el párroco un segundo testigo, que decía llamarse Gonzalo de la Fuente Remuzgo,
también presbítero. Se ratificó en lo declarado anteriormente, insistiendo en
el despoblamiento de la villa y en la crítica situación que quedaban los que
aún moraban en ella. Textualmente:
…que por la esterilidad de los
tiempos faltan de la parroquia muchos vecinos, por haberse despoblado muchas
calles, como son la calle del Castillo, la mayor parte de la calle de Juan
Pérez y la del Altozano; y los demás de la dicha parroquia tienen sus casas
caydas, que no se habitan (…) y sabe asimismo que los demás vecinos que han
quedado en la dicha parroquia son muy pobres, excepto seis u ocho casas de
labradores que tienen algo con que pasar…
Pedro
Díaz de Ortega, vecino y regidor perpetuo de la villa, fue el tercero de los
testigos presentado por el párroco de Santa Ana. Como los anteriores, dijo
conocerlo, ratificando los testimonios ya descritos e insistiendo en el
despoblamiento que la villa había experimentado durante los últimos años. A
este respecto manifestaba:
…que de la dicha parroquia han
faltado muchos vecinos en el tiempo del testigo, por faltar muchas calles, como
son la calle de Gutiérrez, la de la Atalaya con sus revueltas, la del Castillo con
la revuelta al Barrial Chico y la de las Erilla con vuelta a la Fuente de la
Cardadora, conociendo el testigo todas las calles y vueltas llena de vecindad,
sin faltar casa alguna y oy son cortinales; y también conoció la calle de
Llerena, con toda su vecindad, y que oy es cortinal sus casas; y faltan las
casas de la mitad de la calle de Juan Pérez. Y sabe que los vecinos que han
quedado en la dicha Parroquia son pocos y muy pobres y necesitados…
El
cuarto de los testigos decía llamarse Francisco Yanes Camacho, que también se
ratificó en lo ya descrito. Respecto a la situación del vecindario de la
parroquia, que es el que más nos ocupa, decía:
…que en la dicha parroquia,
desde que el testigo se acuerda, faltan más de ciento cincuenta casas y
vecinos, porque falta la calle de Gutiérrez y toda la calle del Castillo, que
era muy grande y de muchos vecinos no tiene más que seis o siete; las calles de
la Erillas, Altas y Bajas, todas ellas; en la calle de la Cestería no han
quedado más que dos casas; a la Puerta
de Llerena, que era una gran calle, no han quedado vecinos; en el Altozano hay
solo dos; en la calle de las Gregorias no ay casa alguna; y en las demás calles
que hoy tienen vecinos, que son pocas, faltan muchas gente; los vecinos que han quedado son muy pobres y
pasan necesidad; y sábelo por ser capellán de dicha Parroquia, adonde nació y
se crió toda su vida…
Escuchado
al párroco de Santa Ana y sus testigos, el vicario y juez instructor llamó a
Francisco Rodríguez de Santiago, en calidad de administrador de la encomienda
de los bastimentos, quien manifestó que los beneficios de la encomienda por las
primicias de cereales ascendía a unos doscientos ducados, unos años con otros (2.200
reales) y que últimamente cobraba algo menos porque los labradores “se van
apocado”. Y, respecto del vino, unos doscientos reales, aunque en la última
cosecha llegó a 600.
Citó el vicario a don Rodrigo de Ayala y
Sotomayor, (del habito de Santiago, administrador de la encomienda en nombre
del conde de Rivera, ausente en Italia, prestando servicio a S. M),
preguntándole por los beneficios de la encomienda. Don Rodrigo dijo que no
podía responderle, pues en esos momentos ya no era administrador de la
encomienda, a la que había renunciado también por prestar servicio a S. M.,
concretamente como Sargento Mayor y gobernador del tercio viejo en Extremadura.
Por ello remitía a quien lo sustituyó, es decir, a Cristóbal Carranco (vecino
de Guadalcanal, descendiente directo del conquistador Ortega Valencia, que fue
el que restauró el culto y devoción a la Virgen de Guaditoca), quien tenía a su
cargo todos los papeles de la encomienda.
También
solicitó el vicario la presencia del administrador del Hospital, quien demostró que las rentas
obtenidas en los últimos tres años daban de media unos 15.000 reales.
Requirió
nuevamente el vicario la presencia del párroco de Santa Ana, y la del
presbítero Francisco Yañes Camacho, colector de dicha parroquia, para que
dieran cuentas con detalles de la colecturía, como así lo hicieron presentando los
libros de contabilidad correspondiente a los últimos seis años, por los que
demostraban el considerable descenso del número de sacramentos administrados, debido
al descenso de vecindad citado.
Por
último, para cotejar la información obtenida, estimó oportuno el vicario
requerir datos indirectos sobre los beneficios decimales, requiriendo
declaraciones de los escribanos de la villa, así como de don Francisco de la
Mancha, administrador en Llerena y su partido del real convento de San Marcos,
quien presentó seis libros de tazmías correspondiente a los diezmos de
Guadalcanal en los seis últimos años.
En
parecidos términos, y siguiendo el mismo procedimiento, se instruyeron los
procedimientos relativos a las otras dos parroquias, que nos ahorramos para
evitar repeticiones.
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