El partido de llerena a finales del XVIII

El partido de llerena a finales del XVIII

sábado, 1 de noviembre de 2008

REFORMA Y CONTRARREFORMA: CASIODORO DE REINA Y JUAN DE CASAS DE REINA


(Publicado en la Revista de Reina, 2002)

I.- INTRODUCCIÓN
Casiodoro y Juan han quedado unidos por el paisanaje, el tiempo que les tocó vivir, la gran erudición que atesoraban y el enorme protagonismo que tuvieron en España y en la Europa del XVI. Les separaban las divergencias religiosas propias de la época, interpretando dos lecturas muy distintas de la Biblia.

El protagonismo de estos dos extremeños, lejos de agotarse en el XVI continúa hoy vigente, pues los católicos siguen encontrando en El comentario a los Cuatro Evangelios de Juan de Casas de Reina un soporte importante para la interpretación y explicación del Nuevo Testamento, mientras que los protestantes hacen lo propio con la llamada Biblia del Oso, que con este nombre se conoce a la libre traducción al castellano de este sagrado texto que Casiodoro llevó a cabo en 1569. En definitiva, muchas coincidencias y un irreconciliable desencuentro entre estos dos importantes personajes del XVI, ambos nacidos en el entorno más inmediato de los asiduos lectores de esta revista.

En el XVI se asentaron muchos de los principios políticos, sociales, culturales y religiosos de lo que se ha convenido en llamar Antiguo Régimen. En este último aspecto, una buena parte de la intelectualidad de la época era partidaria de la reforma del clero -muy aferrado al poder, con el que se identificaba-, que debía conducir a una profunda revisión de la práctica religiosa, impregnada de muchas supersticiones y vacía de contenido. Esta revisión, que terminó llamándose Reforma, empezó a concretarse ya a finales del XV, tras ciertos intentos anteriores que no llegaron a cuajar por cuestiones obvias. Pero ya en el XVI tuvo una importante aceptación gracias a la doctrina de Erasmo de Rótterdam (1466-1536), genuino representante del humanismo cristiano. Los humanistas -en un principio con la aquiescencia de Carlos V, el más firme bastión de la Iglesia Apostólica Romana- cuestionaban a la iglesia oficial por su fariseísmo, que anteponía la fastuosidad y la superstición a la verdadera doctrina cristiana; es decir, los sentimientos a las ideas. Estos principios fueron recogidos por Lutero (1453-1546) en su vertiente más relajada, preconizando un cristianismo interiorizado, que negaba la voluntad y la razón como forma de llegar a Dios, defendiendo que la fe y no las obras, el amor y no la razón, eran los mejores argumentos para acercarse a Dios. Esta relajada interpretación, más los intereses políticos del momento (común odio a Carlos V, al Sacro Imperio Romano Germánico y a la Santa Sede), facilitaron la rápida difusión del protestantismo en sus diferentes vertientes, pues entre los reformistas inmediatamente se establecieron facciones (luteranos, calvinistas, anglicanos, etc.), cada una de ellas con sus respectivos caudillos.

La Iglesia Católica Apostólica Romana, vacía de argumentos morales, se opuso a tal reforma, platicando con su añeja retórica, anteponiendo la fuerza de sus ejércitos y la capacidad de coacción de la Inquisición, para concluir con la convocatoria y desarrollo del Concilio de Trento. A esta contraofensiva se le conoce como Contrarreforma, en oposición al término acuñado por los protestantes.

Pues bien, en este mar de confusiones y contradicciones se involucraron Casiodoro y Juan, tomando partido por una y otra tendencia. El primero aliado con los reformistas y el segundo con los contrarreformistas, pero en ningún caso como meros observadores, sino como destacadas figuras, que la Historia así lo reconoce.

II.- CASIODORO DE REINA
Casiodoro de Reina, que con este nombre se hacía llamar y ha pasado a la Historia, nació sobre 1520. Sobre sus orígenes, en alguna ocasión el propio Casiodoro manifestó ser natural de Sevilla, seguramente condicionado por el relumbrón de la ciudad hispalense donde ejercía de fraile, por la modestia del lugar de su nacimiento o bien para orientar a posibles interlocutores sobre el enclave más conocido y próximo a su lugar de nacimiento. Sin embargo, sus biógrafos, no sabemos con qué soporte documental, estiman que nació en Montemolín, villa de la entonces Provincia de León de la Orden de Santiago en Extremadura, y no del Reino de Sevilla como también indican otros autores. La lógica nos hace pensar que alguna o mucha relación tuvo nuestro personaje con la villa de Reina, entonces cabecera de una importante encomienda santiaguista en franco retroceso vecinal, muy por debajo de la vecindad y del prestigio que gozaba Montemolín, otra villa y encomienda lindante a la anterior. Se fundamenta esta apreciación en el hecho, ampliamente constatado, de que los personajes populares de la época solían abandonar sus apellidos originales para adoptar como sobrenombre el del lugar de nacimiento. ¿Fue este el caso de Casiodoro, o simplemente se trataba de una singularidad más del fraile jerónimo?

Con independencia de esta cuestión, Casiodoro, no sabemos tras qué vericuetos, aparece a mediados del XVI como fraile jerónimo del convento de San Isidoro del Campo en Santiponce, pueblo muy próximo a la ciudad de Sevilla, junto a las ruinas romanas de Itálica. El convento en cuestión ha pasado a la historia por ser uno de los primeros y más importantes foco de luteranismo en la Península, cuyos monjes, bajo la dirección de Casiodoro y de Cipriano de Varela, huyeron masivamente en 1557 ante las presiones de la Inquisición. Sólo esta fuga a tiempo les libró de la hoguera, si bien no pudieron evitar ser quemados en efigie, en un proceso que años después tuvo lugar en Sevilla.

Las andanzas de Casiodoro -prototipo de maestro de herejes, que ésta fue la consideración que tuvo por parte de los Inquisidores- quedaron vedadas para la generalidad de los españoles de la época, así como sus libros y traducciones. Esta circunstancia dificulta la investigación en los archivos nacionales, si bien, teniendo en cuentas su azaroso peregrinar por una buena parte de Europa, son frecuentes las referencias en archivos de otros países. Con estos antecedentes, no debe extrañar que el licenciado Morillo de Valencia -primer cronista de Llerena y autor de una breve historia local- se olvidase de este importante personaje nacido en el entorno de Llerena, mientras que, por lo contrario, se explaya en referencias sobre Juan de Casas de Reina, el otro personaje por el que nos interesamos en este artículo.

Por lo tanto, para investigar sobre la vida y obra de Casiodoro tendríamos que recurrir a archivos de Alemania, Holanda o Inglaterra, como así ya lo ha hecho, con su particular visión, Carlos Gilly, de quien no tengo más referencias que su afiliación a la Iglesia Evangelista, una de las diversas ramas de la Iglesia Protestante
[1].

Tras la precipitada huida de Sevilla, el primer destino fue Ginebra; después un continuo peregrinar (Francfort, Londres, Amberes, Bergerac, Montargis, Basilea, Estrasburgo, etc.) en un ir y venir sembrado de inquietudes pues, al margen de las presiones de la Inquisición, el poderoso Felipe II, rey y señor de media Europa, puso precio a su cabeza, circunstancia que indirectamente le propiciaba la protección de los numerosos enemigos del monarca allende los Pirineos. Esta situación parecía no preocuparle pues, lejos de amedrentarse, seguía inquietando con sus escritos a la Iglesia oficial y a sus más poderosos defensores.

En Ginebra contactó con Calvino, el más importante reformista de la época una vez muerto Lutero. Los primeros encuentros fueron como mínimo corporativistas, si bien muy pronto empezaron a disentir en cuestiones fundamentales. Este enfrentamiento, aparte de poner en peligro su integridad, supuso para Casiodoro perder la amistad de Cipriano de Varela, un condiscípulo en San Isidoro del Campo que más tarde sería utilizado para restarle protagonismo en sus escritos y traducciones de los Libros Sagrados.

Por ello, muy pronto se vio forzado a abandonar Ginebra, trasladándose a Londres a finales de 1558, donde organizó su propia Iglesia. En enero de 1560 redactó la “Confesión de fe hecha por ciertos fieles españoles, que huyendo de los abusos de la iglesia Romana y la crueldad de la Inquisición de España hicieron a la Iglesia de los fieles para ser en ella recibidos por hermanos en Cristo”. Fue entonces cuando Felipe II puso precio a su cabeza, como se recoge en una carta del gobernador de Amberes a la regente de los Países Bajos:
“ Su Majestad ha gastado grandes sumas de dineros por hallar y descubrir al dicho Casiodoro, para poderle detener si por ventura se encontrase en las calles o en cualquier otro lugar, prometiendo una suma de dinero a quien le descubriese”.

Acechado por potenciales delatores, anduvo este extremeño durante más de tres años entre Francfort, Heidelberg, el sur de Francia, Basilea y Estrasburgo, buscando un lugar sosegado donde establecerse como pastor de la iglesia y llevar a término la traducción de la Biblia, su principal objetivo. En efecto, Casiodoro ha pasado a la Historia como traductor de la conocida Biblia del Oso (Basilea, 1569); asimismo tradujo al francés Historia Confessionis Augustanae (Amberes, 1582) y fue autor de comentarios parciales a los Evangelios de San Juan y San Mateo (Francfort, 1573), de un Catecismo publicado en latín, francés y holandés (1580), así como de los Estatutos para regular una sociedad de ayuda a pobres y perseguidos que el mismo fundó.

La Biblia de Casiodoro fue la primera versión impresa en lengua española y también la única traducción protestante hoy existente, pues en la mal llamada Biblia de Cipriano de Valera -el en otro tiempo condiscípulo y seguidor de Casiodoro y más adelante ortodoxo calvinista-, éste se limitó a cambiar el orden de los libros y a añadir o quitar notas marginales. Según Carlos Gilly, de quien seguimos tomando estas referencias, cuando Casiodoro llegó a Ginebra llevaba como objetivo primordial traducir la Biblia completa al español. Sobre este proyecto debió hablar con Juan Pérez de Pineda, quien acababa de publicar una edición del Nuevo Testamento (Ginebra, 1556), basándose en la traducción de Francisco de Enzinas (Amberes, 1543).

El primer contrato para la edición de 1.100 ejemplares fue firmado en el verano de 1567 con Oporino, antiguo amigo de Enzinas y famoso editor. Éste murió en julio de 1568, antes de comenzar a la impresión, si bien el proyecto concluyó con éxito, para lo cual tuvo que soslayar con habilidad el largo brazo de la Inquisición, cuyos tentáculos, representado por una poderosa red de delatores, estaban al tanto del proyecto con intención de abortarlo.

Sobre las fuentes utilizadas por Casiodoro, él mismo, en su Amonestación al lector, declara haber utilizado, además de las fuentes originales hebrea y griega, la versión de Sanctes Pagnini y la doble edición judeo-española de Ferrara (1553). Para los textos griegos del Antiguo Testamento, parece seguir la Biblia latina de Zürich y, en parte, la Biblia latina de Castellion, de donde tomó no sólo el término “Jehová”, en lugar del comúnmente usado “Señor”, sino también el modo de indicación de los textos añadidos de la Vulgata. No obstante, ambas Biblias fueron silenciadas por Casiodoro, así como las versiones castellanas igualmente utilizadas (Enzinas, Juan Pérez y Juan de Valdés), pues todos estos libros figuraban ya en el Índice de libros prohibidos.

III.- JUAN DE CASAS DE REINA
[2].
Al pie del castillo y villa de Reina se encuentra Casas de Reina. La toponimia no ofrece lugar a la duda; este último pueblo, desde el mismo momento de la conquista de la alcazaba y villa de Reina en 1246, pertenecía a dicha villa cabecera y encomienda.

Pues bien, en Casas de Reina nació Juan, el otro protagonista de este artículo. La bibliografía sobre Juan Maldonado -que éste era su verdadero apellido- es extensa, como corresponde al monopolio religioso que los contrarreformistas impusieron en la Península, destacando este caserreño como uno de sus más significados defensores. Por tanto, en cualquier diccionario enciclopédico que se precie era forzoso incluir datos sobre su vida con más o menos acierto, pero siempre de forma meritoria. Además, como jesuita que fue, ha contado con el reconocimiento de los más destacados cronistas de dicha congregación, siempre necesitada de justificarse en defensa propia, de la Corona y de la Santa Sede. Sería prolijo enumerar a cada uno de los “hijos de San Ignacio” empeñados en esta labor, que aquí me ahorro remitiendo a la magnífica síntesis realizada por el padre Juan Caballero en la introducción a las últimas ediciones de El Comentarios a los Cuatro Evangelios, la obra más significada de Juan de Casas de Reina.

Pese a los múltiples estudios bibliográficos sobre nuestro personaje, no se ha podido concretar con exactitud la fecha de su nacimiento. La mayoría de los autores la sitúan en 1534, si bien el padre Prat, utilizando alguna referencia del propio Maldonado, estima que debió nacer a finales de 1536 o principios de 1537. Parecida confusión ha existido sobre el lugar de nacimiento, hoy inequívocamente fijado en Casas de Reina. El propio Juan dejó recogido esta circunstancia en algunos de sus escritos, aunque también es verdad que en cierta ocasión, quizás por los mismos argumentos contemplados al hablar de Casiodoro, dijo ser natural de Sevilla. Otros autores opinan que nació en Fregenal, Zafra, Salamanca, Fuentes del Maestre o Llerena, polémica que definitivamente aclara el padre Iturrioz tras analizar los libros de matrícula de la universidad de Salamanca, en uno de los cuales aparece inscrito Juan Maldonado como Juan de las Casas de Reyna, sobrenombre que habla de la popularidad que ya como estudiante disfrutaba. La polémica sobre este asunto pudo haberse zanjado mucho antes, si se hubiese tenido la posibilidad, remota en cualquier caso, de consultar la primera crónica escrita sobre la ciudad de Llerena, redactada en 1640 por el licenciado Morillo de Valencia. Este autor, refiriéndose a Maldonado, decía:

“Como a media legua de la ciudad de Llerena está el lugar de Las Casas de Reina, que es de su jurisdicción, que no la tiene más que en las causas de menor cuantía, y es su aldea, y como su arrabal
[3], y no será alargarme poner un natural de este lugar en el número de los escritores Teólogos de Llerena, pues comenzó a estudiar en ella y tiene deudos muy cercanos, y no sólo ha sido honra del lugar donde nació, y de Llerena su cabeza, pues ha ilustrado a toda España y a Europa.
El Padre Juan Maldonado, Religioso de la Compañía de Jesús, hombre de gran virtud y ciencia en todas letras divinas y humanas, y lenguas, escribió sobre todo los Cuatro Evangelios, y sobre los Doce Profetas Menores, y no me detengo en decir particularidades suyas y eminencias que tuvo en conjurar herejías en el Reino de Francia, porque en el principio de sus Comentarios sobre los Evangelios está escrita su vida; advertiré no más de algunas cosas brevemente, que allí no se expresan. Y en particular que por haberse errado en el principio de dos impresiones sobre el Evangelio, en la primera le pusieron Zafrensis, y en la segunda de Andaluzises.
El Padre Benito de Robles de la Compañía de Jesús, bien conocido por sus Letras y por haber leído en su Colegio de Salamanca, hizo en Llerena información de quien era, y sus padres y ascendientes de Juan Maldonado, y como era hidalgo y principal para enmendar este error y otra impresión.
Comenzó sus estudios en el Convento de Santo Domingo de Llerena, recién fundado, donde se leía Latinidad, y me dijo Francisco de Mena Siliceo, hombre principal, que le había oído al licenciado Fernando Moreno, del hábito de Santiago y cura de la parroquia de Ntra. Sra. De la Granada, que entonces oyeron juntos la Gramática en aquel convento.
Fue después discípulo en la Universidad de Salamanca de maestro Francisco de Toledo y colegial trilingüe en el colegio que solía estar en la calle de San Vicente. Y el mismo licenciado Fernando Moreno y el Padre Francisco Rincón, persona muy antigua que a poco que murió afirmaba haberlo visto y hallándose presentes, que viniendo el Padre Maldonado de Salamanca un verano a holgarse siendo mozo, hubo más conclusiones de Teología en el convento del Bienaventurado San Francisco de Llerena que se leía en él, y entro en la Iglesia y se sentó a escuchar a un lado de los bancos, y se ofreció a disputar algunas controversias que trataban sobre el Bienaventurado Santo Tomás (...)
Habiendo consultado la Compañía de Jesús al Cardenal Toledo qué persona pondría para leer Escrituras en el Colegio de París, dijo que no habría en España quien pudiera hacerlo como Juan Maldonado, su discípulo, Colegial Trilingüe de Salamanca y la Compañía lo avisó así al Beato Francisco de Borja, el cual lo negoció y entró en la compañía a Juan Maldonado, y pasó a Francia (...).
E iba y entraba a oír un rato al Padre Juan Maldonado el obispo don Juan de la Sal, que hoy vive en Sevilla, que fue de la Compañía de Jesús.
Me ha referido el Doctor Franco de la Fuente Moreno, del hábito de Santiago, Vicario perpetuo de Villanueva de los Infantes, y ahora prior del convento de Santiago de Sevilla, a quien el Sr. Inquisidor General, de presente, tiene hecha merced del oficio de Juez de Bienes Confiscados de la Inquisición de Llerena, persona grave y docta, que afirma se halló presente en Roma cuando la Compañía de Jesús eligió por su Propósito General al Padre Claudio Aquaviva, y que oraron en la compañía de los hombres más eminentes de ella, entre los cuales fue uno el padre Juan Maldonado, y dice que oró tan elegante y famosamente, que después le pidió en su celda, de merced, le diese un tanto de la oración siquiera para mostrarla en España, y que le respondió que cuando le avisaron que había que orar, se recogió, para disponer del discurso que había de tener en la oración, nunca escribió nada, y oro sin escribirla.
Fue su discípulo el Padre Martín del Río, doctor que ha escrito tantos volúmenes, y se precia mucho de haberlo sido, y se alaba mucho, y refiere resoluciones suyas agudísimas, como se puede ver en su libro de la Disquisiciones Mágicas. Fue también confesor de la reina de Francia, y últimamente, el Papa Clemente octavo le llevó a Roma para que se hallase a la reformación última del rezado y apuntación de la Sagrada Biblia, a donde murió”
[4].

Aún queda por considerar otro aspecto confuso sobre la vida de Maldonado, que en ningún caso quisieron contemplar sus biógrafos temiendo manchar la imagen de este prestigioso jesuita. Me refiero a su ascendencia familiar. El padre Juan Caballero habla de un origen noble, para indicar a continuación que “existía cierta niebla que envuelve la ocasión eventual del traslado de su madre desde Sevilla (a Casas de Reina), poco antes del nacimiento (de Juan)”. Justino Matute, un viajero sevillano que pasó por Casas de Reina en 1801, nos aclara este particular, indicando que Juan fue hijo de Gaspar Maldonado, un importante y dinámico regidor sevillano, y de una humilde doncella. Esta circunstancia fue denunciada por algunos de los adversarios políticos de Gaspar, por lo que el noble hispalense intentó salir de esta comprometida situación enviando a la doncella a Casas de Reina, donde alumbró a Juan
[5].

Confirmando el relato del licenciado Morillo de Valencia y siguiendo las referencias más documentadas de otros biógrafos, Juan Maldonado, tras los estudios seguidos en el convento dominico de Llerena, marchó en 1546 a Salamanca, donde siguió estudios de Gramática. Concluyó con éxito el bachillerato, pasando a cursar Filosofía (1554-56), Teología y Sagrada Escritura (1557-62). Iturrioz nos da cuenta del elenco de profesores que se encargaron de su formación y de su buen aprovechamiento académico. En realidad, según este último autor, la intención de Maldonado, condicionado por la familia, era cursar Derecho tras los estudios de Arte y Filosofía. Fue Francisco de Toledo -destacado estudioso de las lenguas clásicas, discípulo de Nebrija, cazatalentos para la compañía de Jesús y más tarde cardenal- quien le hizo cambiar de plan, ingresando Maldonado en la Compañía de Jesús, en Roma, el 10 de Agosto de 1562.

Dos años después ya estaba Juan impartiendo Filosofía y Teología en la Sorbona, enfrentándose con éxito a los reformistas más cualificados. Según el padre Caballero, su magisterio fue un apostolado combativo contra aquellos herejes que pululaban en aquel ambiente parisino, con evidente peligro para la juventud cosmopolita de su Universidad, consiguiendo éxitos notables desde la cátedra, cada día más concurrida, dado el estilo enérgico, pedagógico y elegante que poseía. Tuvo tanta aceptación que despertó recelos entre reformistas y contrarreformita, acusándoles unos y otros, sin éxito, de cierta heterodoxia sobre la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora y sobre la autoridad de los obispos. Ni la Santa Sede ni los hermanos de congregación tuvieron a bien recoger tales acusaciones, pero si la de aconsejarle que abandonara París, ocupándole desde entonces en distintos puestos de responsabilidad en el organigrama de la congregación. Simultaneaba estos cargos con sus escritos e interpretaciones de los libros sagrados, quedando para la posteridad más como insigne autor -uno de los más significados en la exégesis bíblica- que teólogo, pese a la altura indiscutible que alcanzó en este controvertido arte del saber.

Su obra es extensa, como se puede apreciar en cualquier diccionario enciclopédico, y siempre orientada para combatir las doctrinas de Lutero, Calvino y, por supuesto, la de su casi paisano Casiodoro, de quien, suponemos, tendría amplias referencias, pues ambos gozaban de gran popularidad entre sus adeptos, que seguramente también conocerían del paisanaje que les unía. El padre Bover destaca el valor pedagógico de escritos del caserreño, resaltando además el acierto en la selección de materias a tratar, el uso de fuentes estrictamente teológicas y el valor dialéctico de las demostraciones utilizadas como argumentos.

Por encima de cualquier otra publicación destaca El comentarios a los cuatro Evangelios, obra que redactó entre 1576 y 1578. Para tal empresa tomó como referencia las fuentes originales, profundizando no sólo en los estudios sobre el griego y el hebreo, sino también el siríaco, caldaico y árabe, lenguas originarias de los Santos Padres y doctores de la Iglesia. Además ahondó en la historia, la geografía, la cronología, las costumbres y los usos políticos y religiosos de las civilizaciones más antiguas, en cuyo marco se desarrollaron los hechos narrados en el Antiguo y Nuevo Testamento. Lean, como muestra, alguno de los párrafos de sus Normas sobre la manera de leer y ensañar la Sagrada Escritura:

“El que haya de enseñar la Sagrada Escritura ha de reunir todas las cualidades exigidas para el profesor de Teología, y con mayor abundancia y precisión. Debe poseer, además, las tres lenguas (latina, griega y hebrea) no con un conocimiento somero, sino con un dominio perfecto y una facilidad y brillo de exposición mayor aún. Conviene que tenga también erudición en Geografía y de Historia, incluso profana, y ejercicio de explicar los autores antiguos, así como de traducir de una lengua a otra. Debe estar también dotado de cierta disposición y agudeza natural de ingenio para hacer las conjeturas más sutiles de las que dependen muchas veces la penetración de muchos pasajes. Ha de ser hombre de extraordinaria diligencia para conferir diligentemente los pasajes, palabra con palabra, sílaba con sílaba y aún ápice con ápice, con paciencia casi increíble…”

Juan Maldonado murió en Roma, el 5 de Enero de 1583. Actualmente no existe en Casas de Reina ninguna referencia que haga alusión al más ilustre de sus hijos. Sí tuvo una calle en Llerena, que desapareció tras esta última redenominación de su callejero, seguramente por desconocer la importancia del caserreño, un “cuasi” paisano, como lo consideraba Morillo de Valencia.

Tampoco existe ningún recordatorio sobre Casiodoro en Reina ni, que sepamos, en Montemolín. Sí está contemplado su nombre en el callejero de Sevilla, precisamente en la calle donde se ubica una de las capillas evangelistas.
________________________
[1] A Carlos hemos de agradecer desde estas páginas, que mayoritariamente son las suyas en lo que sobre Casiodoro se escribe, el tesón que ha demostrado al descubrirnos a este extremeño, olvidado durante siglos por la ortodoxia oficial.

[2] Dándole los últimos retoques a este artículo, el caserreño AGUSTÍN CASTELLÓ TENA nos sorprende agradablemente con un artículo sobre Juan de Maldonado (o de Casas de Reina, que es igual), aparecido en la Revista de Fiestas en honor del Stmo. Cristo de la Sangre, publicada esta primavera en Casas de Reina (2002). Recomiendo la lectura de dicho artículo, doy la bienvenida a la inquietud de Agustín por estos asuntos culturales y animo a los que aún no se han decidido a investigar sobre la Historia de la comarca.

[3] Como ya tuve la oportunidad de defender en mi libro sobre La Mancomunidad de Tres Villas Hermanas, nunca fue Casas de Reina una aldea o arrabal de Llerena. Es más, en 1640, fecha en la que aproximadamente el licenciado Murillo de Valencia redactó su obra, Casas de Reina ya era villa, habiendo pertenecido antes a Reina.

[4] Lic. MORILLO DE VALENCIA: Compendio o laconismo de la fundación de Llerena (¿1640?). Edición de Cesar del Cañizo en la Revista de Extremadura, Badajoz, 1889.

[5] Según otras referencias tomadas del archivo de la Real Chancillería de Granada, en su sección de Hidalguía, las relaciones entre Gaspar Maldonado y su amancebada no concluyeron tras el nacimiento de Juan, pues tuvieron más descendientes. Uno de ellos, Jerónimo, solicitó la hidalguía ante la Real Chancillería de Granada, condición que le fue concedido por Carlos V. Descendientes de los hermanos de Juan somos la práctica totalidad de los Maldonado de la zona, hoy mayoritariamente concentrados en Trasierra, como demuestro en mi libro titulado Genealogía traserreña, según el Archivo Parroquial.

viernes, 4 de julio de 2008

COMUNIDADES DE PASTOS ENTRE LAS ENCOMIENDAS DE REINA Y GUADALCANAL

(Publicado en las revistas de Reina y Guadalcanal, 2007)

I.- INTRODUCCIÓN
Al principio, tras la rendición de la alcazaba de Reina, esta nueva villa santiaguista y cristiana constituía el núcleo defensivo más importan­te de su zona de influencia, ocupando el centro militar y adminis­tra­ti­vo de las tierras o alfoz que le asignó Fernando III. Los oficiales de su concejo (alcaldes ordinarios, regidores, alguaciles, sesmeros, escribanos, etc.), bajo la supervisión del comendador y por delegación de la Orden, ejercían su jurisdicción en la villa cabecera y en los nuevos asentamientos cristianos que progresiva­mente iban apareciendo en su amplio término, seguramente aprove­chando las infra­estructu­ras urbanas existentes bajo dominio musulmán.

Más adelante, una vez consoli­da­das las fronte­ras en la zona del bajo Guadal­quivir durante la segunda mitad del siglo XIII, la mejor situa­ción geográ­fi­ca de algunos de estos asentamientos, con tierras más productivas, fue determi­nante para que la villa cabecera perdiera término y jurisdicción en favor de Llerena, Usagre, Azuaga, Guadalca­nal, etc. Estas circunstancias determinaron que en las primitivas Tierras de Reyna y su encomien­da aparecieran cinco circunscrip­cio­nes administrativas:
- La villa maestral de Llerena, con los lugares de Cantalga­llo, Maguilla-Hornachuelo-Rubiales, La Higuera y Villagarcía
[i].
- La Comunidad de Siete Villas de la encomienda de Reina, con dicha villa y los lugares de Ahillones-Disantos, Berlanga, Ca­sas de Reina, Fuente del Arco, Trasierra y Valverde.
- La encomienda de Azuaga, integrada por esta villa, el lugar de Granja y las aldeas de Cardenchosa y los Rubios.
- La encomienda de Usagre, en cuyo ámbito de influencia se localizaba Bienveni­da, más adelante encomienda.
- Y la encomienda de Guadalcanal, con la referida villa y el baldío y cortijada de Malcoci­na­do, más adelante aldea.

A cada una de las villas y lugares citados, de forma general y con indepen­dencia de la circunscripción administrativa a la que perteneciesen, ­la Orden de Santiago le delimitó un reducido término en el momento de su reconocimiento como entidad concejil. Estos términos estarían constituidos por lotes de tierras o suertes de población, que incluirían alcaceles, huertas, plantíos y tierras de labor concedidas en propiedad a los primeros y más significados repobladores con la finalidad de afianzar el asentamiento, y que en ningún caso representaban más del 5% del total del término que cada pueblo posee en la actualidad. Aparte incluían ciertos predios alrededor de la población (ejidos) y otras zonas adehesadas de las más productivas del entorno (dehesas privativas o concejiles), en ambos casos para el usufructo comunal, equitativo y exclusivo del vecindario presente y futuro; es decir, un término cerrado a forasteros y a sus ganados, pero abierto a quienes quisieran avecindarse.

Las tierras de peor calidad o de acceso más dificultoso y alejadas, quedaron sin distribuir como baldías, estableciéndose en ellas una intercomunidad general y supraconcejil, a cuyos apro­vecha­mientos (pastos, bellota, madera, leña, abrevaderos, caza, pesca y otros frutos y hierbas silvestres) podía acceder cualquier vasallo de la Orden en sus dominios extremeños. Sirva, como ejemplo, una de las conside­raciones incluida en la confir­ma­ción de privile­gios que el maestre Juan Osorez hizo a los concejos de Reina, Casas de Reina y Trasierra, ratificando decisiones previas de Pelay Pérez Correa en 1265:

“...en el año 1298, el Maestre Don Juan Osorez confir­mo sus privile­gios a los Concejos de Reyna, Las Casas y Trasierra, en la dehesa de Viar (como dehesa privativa y mancomunada para los tres concejos), con cierta carga (el derecho cedido al comendador de Reina para pastar con ochocientas borras de su propiedad) así como manda su fuero; (...) y se manda­ron guardar las dehe­sas (privativas de cada conce­jo); y que en lo demás (se refiere a los baldíos o tierras abiertas) hubiese comuni­dad entre los Vasa­llos de la Orden...
[ii]

O este otro de 1297, cuando el mismo maestre confirmó a Llerena como concejo independiente de la villa de Reina, otorgándole el fuero de dicha villa cabecera. En uno de sus apartados dice:

“Otrosí vimos carta del maestre don Gonzalo Martel y del maestre don Pedro Muñiz, por la que les hacía merced a los vuestro ganados (del vecindario de Llerena) que anduviesen con los de Reyna y con los demás vecinos alrededor, pacien­do las yerbas, bebiendo las aguas (de los baldíos), así como los suyos mismos...
[iii]

En definitiva, el territo­rio santiaguista en la Extremadura Leonesa de finales del XIII estaría vertebrado por una serie de circunscripciones o unidades administrativas denominadas encomiendas. Dentro de éstas se diferenciaban pequeños términos aislados e inmersos en una extensa superficie de tierras abiertas o baldías, donde quedó establecida la intercomunidad general aludida. Después, durante el siglo XIV las tierras baldías se repartieron integrándolas en las distintas encomiendas, si bien persistían en el mismo uso comunal e interconcejil, con la salvedad de que sus usos y aprovechamientos progresivamente quedaban restringido al vecindario de encomiendas vecinas; es decir, de la intercomunidad general se pasó a una intercomunidad vecinal o de proximidad, como se deduce de uno de los establecimientos acordados durante el Capítulo General que la Orden celebró en Llerena (1383) bajo el maestrazgo de Pedro Fernández Cabeza de Vaca:

“Don Pedro Fernández Cabeza de Vaca por la Gracia de Dios maestre de la Orden de la Caballería de Santiago. A todos los comendadores, e vecinos, e Alcaldes, e Caballeros, e Escuderos, e dueñas, e Hombres buenos, de todas las villas e lugares, que nos en nuestra Orden habemos en las Vicarias de Santa María de Tudía e de Reyna, e de Mérida con Montán­chez (...) Bien sabedes como por parte de vosotros, algunos de vos los dichos vecinos, nos disteis en querella que lo pasábamos mal los unos con los otros, en razón de los términos e de las dehesas, por cuanto nos fue dicho, que los unos vecinos a los otros tenedes forzados los términos (...) Otrosí que las dehesas de tierras de la Orden sean guardadas en todos los otros lugares e que todos los vasa­llos, que labren e pasten e corten e pesquen e cacen de continuo con sus vecindades (en los baldíos), por que todos vivan avencinda­damente sin premia e sin bullicio ninguno...
[iv]"

Para ello, la Orden forzó el establecimiento de concor­dias sobre los aprovechamientos de baldíos colindantes entre encomiendas limítrofes, tal como ocurrió entre las de Guadalcanal y Reina, entre las de Guadalcanal y Azuaga, entre Montemolín y Reina, entre Llerena y Reina, etc. Siguiendo esta norma, no se establecieron comunidades de pastos entre encomiendas o circunscripciones no colindantes, como, por ejemplo, entre Montemolín y Azuaga, entre Usagre y Guadalcanal, etc. Sin embargo, Llerena, que no era encomienda sino que constituía junto a Maguilla y La Higuera una circunscripción propia de la Mesa Maestral y en cuyos términos apenas existían baldíos, se saltaba dicha norma y, además de establecer comunidad de pastos en los baldíos de las circunscripciones vecinas (Reina, Azuaga, Montemolín, las otras cuatro encomiendas surgidas de esta última –Calzadilla, Fuente de Cantos, Medina y Monesterio- y Usagre), también forzó comunidad de pastos con Guadalcanal.

Resumiendo y centrándonos en lo que en esta ocasión nos ocupa, Guadalcanal inicialmente quedó incluido en la donación de Reina. Después, a medida que se repobla­ban y ex­pan­dían Llerena, Usagre, Azuaga y el propio Guadalca­nal, fue decre­ciendo la demarcación de las primitivas Tierras de Reyna y de su enco­mienda, quedando reducida a la Comunidad de Siete Villas de la Encomienda de Reina (Reina, Ahillones, Ber­lan­ga, Casas de Reina, Fuente del Arco, Trasierra y Valverde). En Guadalca­nal se aprovechó esta coyuntu­ra, como en Usagre y Azuaga, para consti­tuirse en villa y encomien­da indepen­diente, segregando su término de la primitiva donación de Reina, encomienda con la que estableció comunidad de pastos hasta finales del primer tercio del XIX.

II.- PLEITOS, SENTENCIAS Y CONCORDIAS ENTRE LAS ENCOMIENDAS DE GUADALCANAL Y REINA (1442-1671)
Entre ambas encomiendas existían diferencias notables. Así, la de Guadalcanal estaba constituida por un único concejo, el de Guadalcanal, pues la aldea de Malcocinado prácticamente representaba una especia de cortijada ubicada en el baldío del mismo nombre, no adquiriendo entidad como aldea hasta la segunda mitad del XVIII. Por lo contrario, en la encomienda de Reina se diferenciaron claramente ya desde finales del XIII un complejo conglomerado de entidades jurisdiccionales integrado por la villa de Reina y los lugares de Ahillones-Disantos, Berlanga, Casas de Reina, Fuente del Arco, Trasierra y Valverde, la mayoría de los cuales alcanzaron el rango de villa entre el XVI y el XVII. Además, incluso cuando eran lugares, cada uno de estos pueblos disponía de un pequeño término (ejidos, dehesas privativas y tierras particulares) inmersos en los baldíos propios de la encomienda, representados estos últimos aproximadamente el 60% del total de sus términos (en el caso de Guadalcanal sólo el 40%). Por último, por si eran pocas los enredos jurisdiccionales que se daban en esta encomienda de Reina, dicha villa, Casas de Reina, Trasierra y, en cierto modo, Fuente del Arco, disponían de un término mancomunado, insolidium y proindiviso.

Bajo este marco hemos de considerar las relaciones entre ambas encomiendas, como fiel reflejo de lo acontecido en el resto del territorio santiaguista de la Extremadura leonesa. En efecto, no transcurrió mucho tiempo, entendemos que el justo hasta que la repoblación de la zona alcanzó cierta entidad, cuando aparecieron las primeras discordias entre las distintas circunscripciones surgidas de la primitiva donación de Reina e, incluso, entre los pueblos y asentamientos de una misma demarcación o encomienda. Estas discordias debieron acentuarse en tiempos del maestre don Fernando, el Infante de Aragón. Por ello, primero en 1428 y con posteridad en 1442, el citado maestre mandó a sus visitadores con la misión de poner paz y orden ante los sucesivos conflictos que iban surgiendo
[v], especialmente determinados por los deslindes entre términos y por los aprovechamientos de baldíos interconcejiles, tanto entre los distintos concejos de una misma encomienda como entre los de diferentes encomiendas. De todo ello tenemos suficientes muestras en el que posteriormente se llamó partido histórico de Llerena[vi], pero en esta ocasión, como ya se ha remarcado, nos centramos en las discordias surgidas entre las encomiendas de Guadalcanal y Reina, para lo cual nos apoyamos en el definitivo pleito de 1670[vii], cuyo desarrollo y probanzas nos remiten a documentos correspondientes a 1442, concretamente a una sentencia de los visitadores del infante de Aragón, firmada en Arroyomolinos de León, el 13 de junio de dicho año.

La sentencia aludida, asumida en su totalidad por el maestre-infante, trataba de poner fin a las diferencias entre Guadalcanal y Reina por los aprovechamientos de unas dehesas y de ciertos predios de los baldíos interconcejiles, que hubo que describir y deslindar en el desarrollo del pleito.

En efecto, se interesaron los visitadores sobre ciertas pretensiones de Guadalcanal, que estimaba tener derecho en los pastos y demás aprovechamientos de dos dehesas situadas en término de la encomienda de Reina, denominadas el Alcornocal y el Madroñal, argumentando en Guadalcanal que no se trataban de dehesas privativas, sino de baldíos interconcejiles. Sin embargo, los visitadores, a la vista de los documentos presentados por Reina y el resto de pueblos de su encomienda, sentenciaron que los referidos predios no eran baldíos sino dehesas privativas y, por lo tanto, fuera de la intercomunidad de pastos y otros aprovechamientos que presidían en los baldíos interconcejiles. En definitiva, sentenciaron defendiendo los intereses de la encomienda de Reina, prohibiendo la entrada a los vecinos y ganados de Guadalcanal en las precitadas dehesas.

También defendían los guadalcanalenses sus intereses sobre dos pedazos de baldíos de la encomienda de Reina, el uno formando parte del baldío interconcejil de Valdelacigüeñas, “al puerto de García Galindo y a la majada de Domingo Hidalgo, hasta dar con el arroyo de la Caleguera”, y el otro, que se llama del Campillo, “que está de dicho puerto de Galindo arriba hasta la sierra de la Fuente el Arco, hasta encima de la sierra que dicen de la Jayona”. Sobre este particular, vistas las probanzas de una y otra parte, los visitadores sentenciaron que al tener Valdelacigüeñas la consideración de baldío interconcejil
[viii], la totalidad de sus aprovechamientos (pastos, abrevaderos, bellota, leña, caza y pesca) debían ser comunes a los vecinos y ganados de ambas encomienda. Sin embargo, la sentencia sobre los aprovechamientos del predio conocido por el Campillo fue algo más enrevesada, pues determinaron considerarlo como baldío interconcejil con ciertas limitaciones. En efecto, este último predio fue declarado como baldío interconcejil y, por tanto, en la comunidad de aprovechamiento entre vecinos y ganados de ambas encomienda, aunque los aprovechamientos del “vuelo”, que sólo incluía la leña y bellota, quedaba en exclusividad para los vecinos y ganados de la encomienda de Reina.

Tras las sentencias anteriores, ambas encomienda firmaron una concordia, recogiendo fielmente lo dispuesto por los visitadores del maestre e infante de Aragón
[ix], ratificada posteriormente en Reina el 27 de mayo de 1460, en tiempos de don Juan Pacheco, el penúltimo de los maestres de la orden de Santiago, cediendo en reciprocidad Guadalcanal a los vecinos de Reina y su encomienda el derecho a pastar en los denominados Campos de Guadalcanal, concretamente en la zona enmarcada del croquis que se adjunta, según el texto que aparece en el documento últimamente citado.

Más adelante, ahora el 5 de mayo de 1480, bajo el maestrazgo de don Alonso de Cárdenas, el último de los maestres de la Orden de Santiago, dicho maestre “oyendo la opinión de los priores de la Orden, del comendador mayor de León y de los “treces” de la Orden
[x], durante el Capítulo General de esta institución, iniciado en la villa de Uclés y finalizado en la villa de Ocaña, ratificó todas las sentencias pronunciadas por los visitadores del maestre-infante en 1442, entre ellas la sentencia y concordia de asentimiento firmadas entre las encomiendas de Reina y Guadalcanal.

Como las disputas reverdecían periódicamente, a instancia de la propia villa de Guadalcanal se ratificó la sentencia y concordia firmada con Reina, primero el 4 de junio de 1494, durante el capítulo general de Tordesillas presididos por los Reyes Católicos
[xi], y después el 6 de abril de 1527, ahora durante el Capítulo General celebrado en Valladolid bajo el reinado del emperador Carlos I. Es más, nuevamente el 24 de mayo de 1537 -a instancia de don Enrique Enríquez de Rivera, marqués de Tarifa, comendador de Guadalcanal durante casi cincuenta años e hijo de la fundadora del Hospital de las Cinco Llagas de la ciudad de Sevilla, doña Catalina de Rivera- dicho comendador solicitó un traslado de la referida concordia con Reina, certificada por los escribanos de la gobernación de Llerena.

Pese a las ratificaciones anteriores, en 1548 Guadalcanal pretendió desentenderse de algunas de las consideraciones asumidas, negando el derecho de los vecinos y ganados de la encomienda de Reina a disponer de los pastos de los baldíos interconcejiles del Campo de Guadalcanal. La chispa que hizo prender la llama de esta nueva discordia, con independencia que pudiera ser más o menos intencionada o provocada, fue la incautación de cinco ovejas de la manada de Pedro Gómez, vecino de Valverde, por haber sido sorprendida dicha manada de noche y en el baldío interconcejil aludido, concretamente al sitio de la Jineta. La respuesta de Pedro Gómez fue inmediata, personándose ante el alcalde mayor de Llerena para reclamar justicia, decidiendo la máxima autoridad judicial de dicha ciudad y de su zona de influencia encarcelar a los tres vecinos de Guadalcanal (Juan Caballero, Juan de Mata y Gonzalo Degollado) que se apropiaron de las cinco ovejas. Pero como en realidad los guadalcanalenses citados eran sólo unos mandados, pues actuaron en nombre de su concejo como guardas de campo oficiales, inmediatamente se personó en la causa el concejo de Guadalcanal demandando la liberación de sus oficiales. Justificaba su petición haciendo una lectura interesada de la sentencia de los visitadores del maestre e infante D. Enrique de Aragón y de las concordias firmadas con Reina y los pueblos de su encomienda, al defender que los aprovechamientos de pastos y demás beneficios en favor de los vecinos de la encomienda lindera era sólo de día, de sol saliente a sol poniente, y no de noche, que fue el período durante el cual fue prendida y penada (multada) la manada de ovejas de Pedro Gómez, cobrándole, a modo de multa, cinco cabezas, tal como se contemplaba en las ordenanzas municipales de Guadalcanal. Lógicamente, también se personaron en la causa Reina y el resto de pueblos de su encomienda, alegando que el día incluía las horas de sol y las de oscuridad, pidiendo que fuese el concejo de Guadalcanal quien asumiese sus compromisos y aceptase ser sancionado conforme a lo contemplado en las concordias firmadas. Como conclusión del proceso, que fue largo, pues no concluyó hasta el 3 de Agosto de 1553, el alcalde mayor de Llerena dio la razón al vecino de Valverde e indirectamente a Reina y al resto de los concejos de su encomienda, según el texto que sigue, resumido en relación suficiente:

“...en el pleito que contra Pedro Gómez, vecino del lugar de Valverde, de una parte y de la otra Juan Caballero, Juan de Mata y Gonzalo Degollado, vecinos de la villa de Guadalcanal, reos, y el concejo de la dicha villa que a esta causa por su interés salió (...) atento que se prueba que los vecinos de Valverde y los otros de la encomienda de Reina están en posesión de pastar con sus ganados de día y de noche al sitio de la Jineta sin penas (...), debo condenar y condeno a los dichos vecinos de Guadalcanal insolidium a que dentro de seis días vuelvan y restituyan al dicho Andrés Gómez las cinco ovejas que le llevaron, o su justo valor con más los frutos y rentas desde que la tomaron...
[xii]

La sentencia anterior fue apelada por el concejo de Guadalcanal ante el tribunal inmediatamente superior y definitivo, como lo era la Real Chancillería y Audiencia de Granada, presentándose también en el caso Reina y los pueblos de su encomienda. En dicha Audiencia, sus oidores y jueces pronunciaron sentencia, fechada en Granada a 18 de junio de 1563, ratificando la del alcalde mayor de Llerena por considerarla “buena, justa y derechamente dada”, por lo que no procedía la apelación de Guadalcanal y sus guardas oficiales. Vuelve a insistir Guadalcanal en la revisión del caso, pronunciándose nuevamente los jueces y oidores granadinos en favor de Pedro Gómez y de Reina y pueblos de su encomienda, dejando claro que los ganados de los vecinos de estos pueblos podían aprovecharse de los pastos del baldío interconcejil en cuestión, tanto de día como de noche, según sentencia definitiva de 15 de abril de 1567.

Y en esta situación permanecieron las relaciones entre ambas encomiendas, en lo referente a la cuestión descrita, hasta justo un siglo después, concretamente hasta 1670, cuando distintas manadas de vecinos de Berlanga y Valverde fueron penadas por pastar en los baldíos interconcejiles situados en término y jurisdicción de la villa y encomienda de Guadalcanal, concretamente en los ya referidos Campos de Guadalcanal. Esta nueva discordia llegó otra vez al tribunal granadino, que resolvió inmediatamente en favor de los vecinos de la encomienda de Reina, teniendo en cuenta la sentencia ya pronunciada en 1567, tal como aparece en la correspondiente Ejecutoria de Carlos II.

No tenemos constancia de que surgiesen más pleitos y discrepancia por esta cuestión entre Guadalcanal y Reina a lo largo del siglo XVIII. Es más, ambas encomienda manifestaron asumir la comunidad de pastos en las respuestas al Catastro de Ensenada de mediados del XVIII. Concretamente, en Guadalcanal manifestaron disponer en su término de unas 2.130 fanegas de baldíos propios, es decir, de uso exclusivo de su vecindario, y unas 8.121 fanegas de baldíos interconcejiles, es decir, en comunidad de pastos con Reina y Azuaga, las dos encomiendas con las que alindaba.

Las intercomunidades de pastos referidas, cuestionadas ya en los tiempos ilustrados (último tercio del XVIII y hasta la Guerra de la Independencia), desaparecieron con el Antiguo Régimen, quedando adscritos en exclusividad de usos y aprovechamientos cada uno de estos baldíos al concejo del término en el que históricamente estaban encuadrados. Más adelante, al amparo de la Ley Madoz (1855), dichos baldíos comunales se vendieron en subasta pública, pasando estos bienes comunales, y también las dehesas concejiles, a manos privadas.
______________
[i] A principio del siglo XV, siendo maestre Lorenzo Suáre­z de Figueroa (1387-1409), Villagarcía se eximió de la jurisdicción santia­guis­ta, pasando a los herederos del maestre Garcí Fernández de Villagar­cía (1385-87).

[ii] CHAVES, B. Apuntamiento legal sobre el dominio solar de la Orden de Santiago en todos sus pueblos, Madrid, 1740, facsímil de Ediciones “el Albir”, Barcelona, 1975.

[iii] MALDONADO FERNÁNDEZ, M. “El fuero de Llerena y otros privilegios”, en Revista de Feria y Fiestas Patronales, Llerena, 2000.

[iv] AMLl, Leg. 573, carp. 4: Antiguos Privilegios de Llerena.

[v] Real Ejecutoria a favor de la ciudad de Llerena sobre el pleito seguido en la Real Audiencia de la villa de Cáceres contra las villas de Aillones, Casas, Reina y otras (Fuente del Arco y Trasierra), sobre comunidad de pastos. Año de 1793. Transcripción de HORACIO MOTA sobre un documento sin localizar.

[vi] MALDONADO FERNÁNDEZ, M. “La comunidad de pastos en las tierras santiaguistas del entorno de Llerena”, en Actas de las III Jornada de Historia de Llerena, Llerena, 2002.

[vii] Concordia entre las encomiendas de Reina y Guadalcanal. AMG, leg. 483.

[viii] No confundir con la dehesa de Valdelacigüeña (actuales fincas de la Encomienda, la Mata, el Serrano y Cabezagarcía), que era la dehesa propia de la encomienda y comendador de Reina a la linde del referido baldío. Éste último, tras un proceso confuso y complicado, hoy pertenece a los propios de Fuente de Arco, aunque algunas de sus parcelas son de titularidad privada.

[ix] Concordias similares se establecieron, por las mismas fechas, entre la práctica totalidad de las encomiendas entonces existentes, en un intento de poner paz y orden en los territorios santiaguistas.

[x] Dos priores-obispos tenía la Orden: uno para la provincia de León, con sede en San Marcos de León, y el otro para la provincia de Castilla, con sede en Uclés. El consejo de los Treces era un órgano colegiado de la institución, con cuyo parecer el maestre debía gobernar la Orden. El Capítulo General eran una especie de Cortes, donde se tomaban disposiciones para el gobierno de la institución santiaguista.

[xi] AMG, leg. 1644. Entre otros documentos: Confirmación de los privilegios de Guadalcanal por parte de los Reyes Católicos:

[xii] Aparte el documento de referencia, más información sobre esta sentencia en MIRÓN, A. Historia de Guadalcanal, pág.116, Guadalcanal, 2006.

martes, 3 de junio de 2008

EXPOLIO EN LOS ARCHIVOS HISTÓRICOS DE LLERENA


(Publicado en la Revista de Feria y Fiestas de Llerena, 2007)

"En la Ziudad de Llerena, a veintiocho días del mes de Septiembre de mil setecientos noventa y dos, yo, el Secretario de la Comisión, pasé como a hora de entre las diez y once de su mañana a las Casas Consistoriales de ella, en la que se hallaban Don Juan Manuel de Villarreal y Don Juan Isidro Garica, Regidores perpetuos de su Ayuntamiento y Claveros del Archivo, y Don Diego Antonio Vizuete, Escribano Primero y Contador; y abierto éste que existe en una Sala alta custodiado por tres llaves, el que abierto e introduciéndonos en dicha pieza, se abrió una papelera que custodiaba otras tres llaves, que abierta y reconocidas diferentes navetas, donde parecen que se custodiaban todos los privilegios pertenecientes a la Ziudad, y en una de ellas se encontraron tres que, reconocidos y señalados por dichos Don Sebastián Montero, expresando ser de los que solicitaban, mando se pusiesen testimonios de ellos, que se hallan escritos en pergamino con sus sellos reales colgados con cordones, y a su virtud lo ejecuté yo el escribano de la Comisión, y son del tenor siguiente..."

La Comisión a la que se refiere fue una de las muchas constituidas por el Ayuntamiento de Llerena para defenderse de los múltiples pleitos en los que se vio envuelto por causa de los privilegios que acumuló a lo largo de su historia, especialmente en tiempos medievales. Pero este asunto, siempre muy importante para Llerena y ya tratado en otras ocasiones, resulta tangencial en el caso que nos ocupa. Lo que realmente nos interesa destacar del texto anterior es el interés en la defensa y protección del patrimonio documental de la ciudad, cuya consulta quedaba reservada colegiadamente a determinadas personas, necesitando la común concurrencia de los tres claveros para abrir la puerta del ya entonces Archivo Histórico Municipal y, una vez dentro, otras tres llaves para acceder a la papelera o armario donde se custodiaban otras tantas llaves para abrir las diversas navetas o cajones que custodiaban los documentos más importantes de la Ciudad, entre ellos el famoso pergamino que acumulaba sus privilegios desde los tiempos del maestre Cabeza de Vaca, el gran benefactor de Llerena junto al infante Don Fadrique y Don Alonso de Cárdenas, privilegios que también aparecen ratificados en el mismo documento por el maestre e infante don Enrique de Aragón (1440), por el maestre Pedro Pacheco (1460) y, finalmente, por los Reyes Católicos (1494).

No es esta la única referencia que tenemos del protocolo a seguir cada vez que era necesario consultar y transcribir parte de los documentos importantes de la ciudad; esta misma circunstancia se repitió otras muchas veces, tantas como la ciudad se vio forzada a defender su hegemonía entre los pueblos comarcanos. Dicha hegemonía fue propiciada por la Orden de Santiago, que desde tiempos medievales elevó la entonces villa a capital administrativa de la Mesa Maestral y centro religioso, judicial y gubernativo de un extenso partido, proporcionándole, porque así le interesaba a la Orden, un amplio término (el actual, más los correspondientes a Maguilla y la Higuera) y, especialmente, los derechos de aprovechamientos en la mayor parte de los baldíos de las encomiendas vecinas. El interés de la Orden en engrandecer a Llerena radicaba en que dicha grandeza repercutía directamente en beneficios para la Mesa Maestral, institución a las que correspondían todos los derechos de vasallaje generados por la actividad económica de sus vecinos.

Por ello, los distintos archivos llerenenses (de gobernación, tesorería, judicial, municipal, protocolos notariales, inquisitorial y religiosos) debieron ser muy importantes, tanto por la naturaleza de lo guardado como por la cantidad de documentos generados en la villa maestral. Sin embargo, en la actualidad, concretamente en lo que se refiere a los archivos históricos (anteriores al siglo XX), no es precisamente un ejemplo a imitar por el contrastado deterioro y expolio que este patrimonio documental ha sufrido desde principios del XIX, expolio ya advertido y denunciado por Julián Ruiz Banderas (“El patrimonio llerenense hoy: Acciones, resultados y propuestas. 1982-2005”, en Actas de las VI Jornadas de Historia en Llerena, Llerena, 2006) y Agustín Romero Barroso en su Preludio al Compendio o laconismo de la fundación de Llerena, publicado inicialmente por César del Cañizo (Revista de Extremadura, T-I, cuaderno V de 1899) y últimamente por el citado Romero Barroso (Textos Extraños nº1, suplemento de la Revista Literaria Miscelánea). En efecto, Romero Barroso nos decía, y personalmente suscribo:

"Es vox populi que se poseen, por determinadas gentes, documentos que son del patrimonio histórico de los llerenenses (y de los pueblos comarcanos, añado). Eso es un delito contra la Historia, contra la cultura y, en definitiva, contra la conciencia social de todos. Por lo tanto es deseable que una Corporación Municipal, culta e inteligente, con su gestión y gobierno, rescatara y protegiera el patrimonio documental histórico de Llerena".

Proteger, me consta que se está protegiendo a medias desde que, ya hace algunos años, el control del acceso al mismo y su ordenación sistemática quedó en manos expertas, como son las de Francisco Mateos Ascazibar, función que comparte con la de bibliotecario. Y especifico que “a medias”, por la dualidad de funciones del archivero y por las carencias del local donde se custodia el patrimonio documental, sumamente pequeño, apretado e incómodo para el archivero e investigadores. En cualquier caso, este aspecto es fácil de subsanar, como también debe tener solución la recuperación de algunos de los documentos expoliados que han caído en manos privadas por distintas circunstancias, manos que en la mayoría de los casos entiendo que están deseosas de restituirlos, aunque sería necesario arbitrar la excusa o el momento adecuado. Es este el caso y ejemplo a imitar de Miguel Ángel Iñesta, que hace unos años, con motivo de una de las Jornadas de Historia en Llerena, donó al Archivo Histórico uno de sus documentos más valioso: el famoso pergamino que contiene alguno de los privilegios de Llerena, “con sus sellos reales colgados con cordones”, al que hacemos referencia en el texto que sirve de introducción a este artículo.

Entendemos que documentos parecidos al citado pergamino siguen aún en manos privadas y que todos ellos deberían ser restituidos por los medios que se estimen oportunos. Cualquier otra solución sería incomprensible y egoísta pues, aparte de esquilmar dicha información a los demás, ¿cómo publicar algo referente a la documentación expoliada sin indicar la localización de sus fuentes?. Hoy ya no vale ni está bien visto el sospechoso recurso utilizado por algunos historiadores, algunos de ellos considerados de campanilla, cuando, a la hora de justificar documentalmente sus investigaciones, ¡nos remiten a sus archivos particulares! También resulta sospechoso el manido argumento de indicar que lo adquirió en tal o cual rastrillo o librerías de viejo, intentando colgarse medallas al alegar el esfuerzo económico que supuso su recuperación.

Por todo ello, seamos civilizados y, en lo que a mí respecta, consecuente. En mis manos han caído dos importantes fotocopias de documentos llerenenses expoliados por terceras personas, cuya descripción y orígenes explico, en lo que puedo.

El primero de trata de la fotocopia de un libro de Acuerdos del año 1587 y siguientes, más antiguo que cualquier otro de los que hoy se custodian en el Archivo Municipal. Dichas fotocopia me llegaron hace algún tiempo de forma anónima, desconociendo en manos de quien está el original. Su contenido, de difícil lectura por la enrevesada caligrafía de los distintos escribanos que participaron en su redacción, por el deterioro que le afecta y por la deficiente destreza en su reprografía está relacionado con la administración del concejo. Entre sus numerosos datos destaca un reparto de impuestos reales entre los pueblos del partido fiscal de Llerena y, lo que resulta más sorprendente y novedoso, las negociaciones entabladas por el concejo llerenense para licitar entre distintos fabricantes de ladrillos su elaboración con miras a construir un ambicioso edificio destinado a sustituir al convento de San Marcos de León. Desconocemos qué promesas o ilusiones se habían apoderado del consistorio llerenense para intentar abordar tan magna obra, pero se imaginan, por ejemplo, ¿cómo quedaría el marco actual de nuestra Plaza Mayor con su costero menos histórico ocupado por tan noble edificio?.

El otro documento ni siquiera es una fotocopia, pues se trata de una transcripción mecanografiada de un original, hoy en paradero desconocido, que en algún momento pasó por las manos de Horacio Mota Arévalo. El documento en cuestión, según indica el propio Horacio y del que es ha extraído el texto con el que se inicia este artículo, es el que sigue:

"Real Ejecutoria a favor de la ciudad de Llerena sobre el pleito seguido en la Real Audiencia de la villa de Cáceres contra las villas de Aillones, Casas, Reina y otras (Fuente del Arco y Trasierra), sobre comunidad de pastos. Año de 1793".

Acto seguido, según la transcripción mecanográfica citada y antes de empezar con la misma, aparece la descripción del documento, en los siguientes términos:

"Está contenida en 94 hojas en un cuaderno con cubiertas en pergamino, siendo el primero y el último folio del sello tercero, setenta y ocho maravedís, año de mil setecientos noventa y tres. Sello real de Carlos IV. Esta copia mecanográfica fue realizada del libro o cuaderno citado a petición de ciertos regidores del Ayuntamiento de Llerena por el médico titular de Montemolín D. Horacio Mota Arévalo, y terminada el último día de Marzo de 1960".

Estimo que el citado documento resulta básico para conocer la Historia de Llerena y de los pueblos de la Encomienda de Reina, resumiendo el contenido del famoso pergamino que donó Miguel Ángel Iñesta y relatando, además, las tensas relaciones entre estos pueblos y Llerena desde 1428 hasta este definitivo pleito de 1793. Una de las múltiples copias mecanografiadas cayó en manos del entonces alcalde de Ahillones, con quien por circunstancias fortuitas coincidí hablando de historia hace unos años. Como fruto de dicha conversación salió a relucir la existencia de la transcripción referida, alegando el antiguo alcalde que el propio Horacio Mota se la facilitó. En definitiva, este encuentro dejó en mis manos una importante fuente para el conocimiento de la historia de estos pueblos de la comarca de Llerena, documento tras cuya pista llevaba ya varios años, pues el propio Horacio, en su famoso y recurrente artículo titulado “La Orden de Santiago en tierras de Extremadura” (en R.E.E. nº VIII, Badajoz, 1962), daba muestras de conocer y de la intención de hacerlo público, circunstancia que no llegó a producirse por sorprenderle la muerte en un trágico accidente.

Pues bien, después de lo ya apuntado y argumentado, a lo que hay que añadir las numerosas visitas realizadas al Archivo Histórico Municipal de Llerena y las frecuentes conversaciones y reflexiones sobre este asunto, parece oportuno concretar algunas estimaciones y opiniones que, entendemos, mermaron considerablemente el patrimonio documental de Llerena y pueblos de su partido histórico. Para ello partimos de 1667, año en el que ya recurrente escribano de nuestra ciudad, Cristóbal de Aguilar, redactó su importatísimo memorial, describiendo de forma somera, entre otros muchos e interesantes aspectos, el contenido del Archivo Histórico de la ciudad, citando documentos hoy ausentes. Más adelante, ya en la tercera década del XIX, debió producirse un incendio u otra desgracia parecida, que se llevó por delante la totalidad de los documentos generados en los inmediatos cincuenta años anteriores. Este grave incidente que, advierto, no está documentado, afectaría a la documentación ordinaria del concejo, de la gobernación del partido, de la tesorería local y del partido, del juzgado y de los protocolos notariales; es decir toda la documentación relacionada y generada durante la Guerra de la Independencia y los inmediatos años del período ilustrado, salvándose el resto, lo que ya entonces podría considerarse como antiguo e histórico pues, como es sabido, dicha documentación se encontraba archivada en la Iglesia Mayor. Es probable que por esas mismas fechas, aprovechando la definitiva extinción de la Orden de Santiago, el advenimiento del Nuevo Régimen y la división del territorio nacional propiciada por Javier de Burgos, se aligerase el archivo eliminando papeles ya inservibles y propios del Antiguo Régimen, período histórico durante el cual Llerena tuvo un gran protagonismo.

Aparte de estos desafortunados incidentes, el primer gran expolio de nuestro archivo, este institucional, nos lo relata César del Cañizo en su introducción al referido Compendio o laconismo..., justificando cómo había caído en sus manos esta monografía llerenense escrita sobre 1640 por Andrés Morillo de Valencia, que por aquellas fechas ejercía como regidor perpetuo. El relato textual de don César dice así:

"Vivía, por entonces, en Llerena un anciano, D. José Pereira, que fue encargado por los años 1834 a 1835 de recoger los papeles del suprimido Tribunal de la Inquisición, y a él acudí en busca de noticias..."

El tal José Pereira le narraba a César del Cañizo cómo se las ingenió para hacerse con algunos de los documentos inquisitoriales de Llerena destinados a recalar en el Archivo Histórico Nacional, actitud que parecía agradar a su interlocutor, quien entendería que los papeles generados en Llerena debían seguir en esta ciudad.

No fue éste el único gran expolio institucional. Aproximadamente cincuenta años después -una vez suprimida la jurisdicción religiosa de la Orden de Santiago, desapareciendo el Provisorato de Llerena, que quedó incorporado al obispado de Badajoz-, nuevamente asistimos al traslado de papeles llerenenses, ahora al Archivo Diocesano de esta última ciudad, constituyendo dentro del mismo una importante Sección, la del Provisorato de Llerena. Y es importante por la cantidad y calidad de documentos que la integran, casi imprescindibles para conocer la historia de todo el territorio santiaguista de la provincia de Badajoz (unos 9.000 Km2). La fecha de este último expolio no está documentada, pero lo cierto es que, en una o en varias ocasiones, salieron de la ciudad y pueblos comarcanos la mayor parte de la documentación relacionada con la fundación de conventos, obras pías, capellanías, hospitales, cofradías, así como referencias a sus actividades económicas y piadosas, entre ellas las sucesivas construcciones y remodelaciones de edificios religiosos y la compra de cuadros, esculturas y otros objetos propios del culto.

Aún comprendiendo que la concentración de documentos en archivos generales redunda en beneficio de más investigadores, personalmente lamento no tener la misma facilidad para su consulta que las encontradas en los documentos que siguen en los archivos de Llerena. Pero las consecuencias derivadas de estos dos expolio institucionales no son equiparables. En efecto, resulta molesto y costoso tener que desplazarse a Madrid para consultar los papeles referentes a la inquisición llerenense, consulta en cualquier caso reglada e igualitaria para todos los investigadores; pero, aparte de molesto, resulta humillante y casi imposible consultar los papeles llerenenses del Archivo Diocesano de Badajoz, por tratarse de una consulta no reglada, sino al arbitrio de sus archiveros, que más que servir a los pacientes investigadores utilizan el archivo para florear entre sus muchos documentos, publicar con profusión y dificultar el acceso a los, insisto nuevamente, humillados, pacientes y desconcertados investigadores que hemos intentado acercarnos.

Después de estos “saqueos” documentales, los archivos llerenenses debieron caer en manos de nadie. La ciudad, ahora venida a menos y sin los privilegios del Antiguo Régimen, no parecía mostrarse interesada en sus viejos papeles, relegando los documentos a un futuro incierto, seguramente en cualquier obscuro y húmedo cuartucho de las dependencias municipales, fácil pasto de xilófagos, hongos y ratas. Y en este lamentable estado parece ser que los encontró a finales del XIX el entonces joven, y siempre culto, César del Cañizo, según él mismo describe en la introducción al Compendio o laconismo:

"...examiné el Archivo municipal y lo encontré montón informe de legajos, privilegios, protocolos, actas, boletines, listas variadas, etc. etc., que los años habían acumulado, y que el hundimiento de las Casas Consistoriales revolvió de tal modo, que no había sido posible ordenar después..."

Éste era el desasosiego que mostraba don César, frustrado por la imposibilidad de ordenar aquel caos documental y de sus retales para recabar datos y escribir coherentemente sobre la historia de la ciudad. Sin embargo, pese al contratiempo se mostraba complacido y seguro con su inmediata respuesta, que también textualmente transcribo:

"Pero si abandoné el proyecto, algo útil recogí; noticias interesantes; papeles, a mi juicio de algún valor histórico, salvé de la destrucción de ratas y polillas; y si no escribí la historia de Llerena, a lo menos, materiales para que otros, con más aptitudes, suficiencia y medios, lo consigan y lo pongan por obra, reuní algunos".

¿Qué habrá sido de aquellos documentos del patrimonio histórico y colectivo reunidos por don César? ¿Pasarán algún día a formar parte de los archivos públicos o quedarán en manos poco aptas, insuficientes y egoistas?; es decir, lo contrario a la intención del recopilador. Nos consta que don César acumuló a lo largo de su vida un gran patrimonio documental, arqueológico y etnográfico propios de Llerena y de su comarca, como así lo manifestaba Melida a su paso por esta ciudad en los primeros años del siglo XX, y lo corroboran llerenenses, ya de cierta edad, testigos directos por haber tenido acceso a las casas de don César. También es de dominio público que una buena parte del material documental acumulado por don César fue sustraído en los años setenta de la casona situada en la Plaza de la Libertad en sus esquinas con las calles Avileses y Santiespíritu. Es más, casi estoy seguro que las actas capitulares de 1587, cuyas fotocopias poseo y a las cuales ya hice referencia en páginas anteriores, proceden de esta última sustracción, fruto de una especie de aventura de distintos mozalbetes, quienes en pandillas se distraían asaltando la casona, entreteniéndose con los viejos papeles, algunos de los cuales, los más vistosos o raros, sustrajeron. Y este es el patrimonio documental que más inmediatamente debemos recuperar, pues estoy casi convencido de que sus actuales poseedores estarán deseosos de devolver la documentación al Archivo Municipal. Naturalmente, contamos con la colaboración de los herederos de don César para que devuelvan lo que quede e informen a las autoridades que estimen oportuno sobre el paradero de aquellos otros documentos que tengan localizados.

Santarén y Arturo Gazul, coetáneos de Cesar del Cañizo, fueron otros usuarios del desordenado y deteriorado Archivo Municipal. Por lo que de ellos hemos leído, no parece que quedasen en su poder documentación alguna relacionada con nuestra historia, pues aquellos documentos que mostraron consultar siguen localizados.

Y de esta manera llegamos a los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, cuando aparecen por Llerena dos personajes interesados por su historia. Me refiero a Horacio Mota y Pedro Gallego, el primero natural de Villagarcía de las Torres y médico titular de Montemolín, y el segundo abogado y alcalde de esta ciudad. Ambos personajes eran amigos y les unía las mismas inquietudes culturales, por lo que, supongo, compartirían tertulias con Antonio Carrasco y Lepe de la Cámara, estos dos últimos contratados historiadores llerenenses, con una amplia bibliografía sobre la historia de su ciudad.

Personalmente siento gran admiración por Horacio Mota, a quien no tuve la suerte de conocer, pero sí de leer apasionadamente sus escritos, que rompen con la interpretación algo decimonónica que hasta entonces se había seguido en la descripción de la historia de Llerena y su comarca. Entiendo que sus tertulias y escritos debieron de actuar como revulsivo para que otros se animasen en este apasionante mundo de la historia local, contagiándoles, como es mi caso, naturalmente salvando las distancias con este admirado personaje. Pues bien, Horacio nunca hacía referencia a fuentes concreta, entre otras cosas por que los archivos que visitaba, básicamente los de Llerena y Montemolín, no estaban registrados ni catalogados. Por ello, cuando escribía sólo indicaba que lo hacía fundamentándose en tal o cual documento que conocía o había visto. Y supongo que, dada las incomodidades de los cuartuchos que funcionaban como archivos, se vería en la necesidad de solicitar autorización para trasladar a su casa los documentos que estimase necesario para sus estudios y publicaciones. Por ello, entiendo que cuando la muerte le sorprendió custodiaría en su vivienda algunos importantes documentos relacionados con la historia de nuestra comarca. Y entendiéndolo así, en algunas ocasiones me he puesto en contacto con sus herederos, no obteniendo, por ahora, respuesta positiva, bien porque los familiares no tengan noticias de los supuestos documentos o porque no encuentre en mi persona al interlocutor adecuado.

Este mismo procedimiento he seguido con los familiares de Pedro Gallego, también con resultado negativo. Sobre este último caso, sus hijos me indicaron que don Pedro, ya muy enfermo, abandonó precipitadamente la ciudad con dirección a Madrid, dejando tras sí todo el bagaje documental que había acumulado durante su vida profesional. La casa de su morada, que desconozco si era arrendada o en propiedad, fue vendida años después, desconociendo también el paradero de su contenido.

Y en esta situación nos encontramos en la actualidad, cuando una nueva hornada de investigadores y aficionados a la Historia accedemos a un archivo muy expoliado, que dificulta poner en pie nuestro pasado histórico, necesitando por ello recurrir a otras fuentes distantes y costosas, algunas de las cuales, como la del Archivo Diocesano de Badajoz, se nos cierran ante nuestras narices, aplastando las ilusiones investigadoras.

¿Qué podemos hacer ante esta situación?. Contar lo que estimo que ha ocurrido, como hago desde estas páginas, y animar a cuantas personas dispongan de documentos llerenenses para que los devuelvan. Por otra parte, sin descartar el rescate de los documentos incluidos en el Archivo Diocesano de Badajoz, sería conveniente exigir la reproducción de aquellos más señeros y que se facilite el acceso a los mismos, especialmente teniendo en cuenta que hasta la primera república los territorios santiaguistas no dependían del obispado de Badajoz.

A modo de postdata -pues este artículo, que ve la luz en Agosto de 2007, ya fue escrito y difundido privadamente en Diciembre de 2006-, hemos de celebrar y comentar la aparición entre estas dos fechas de la Ley 2/2007 de 12 de Abril, de Archivos y Patrimonio documental de Extremadura (DOE nº 48 de 26 de abril, pp. 7.517 y ss.) que persigue proteger, enriquecer y difundir el patrimonio de Extremadura, considerando y advirtiendo que forman parte de dicho patrimonio la documentación de cualquier época, recogida o no en archivos, reunidos por la administración, instituciones o personas privadas que, en cualquier caso, quedan obligadas a comunicar la posesión de documentos públicos a la Consejería de Cultura, así como cualquier intención de enajenación, teniendo dicha consejería el derecho de tanteo y retracto. Igualmente, regula las infracciones administrativas que procedan.
_________
Casi un año después de la publicación de este artículo (hoy es 3 de Junio de 2008), algo se ha devuelto, como el documento original del título de ciudad y otros más. Deseamos que cunda el ejemplo.

lunes, 2 de junio de 2008

EL CONCEJO, JUSTICIAS Y REGIMIENTO DE AZUAGA DURANTE EL ANTIGUO RÉGIMEN



RESUMENEntra Azuaga en la modernidad con un término jurisdiccional extenso y una hacienda concejil saneada, circunstancia que repercutía directamente en beneficio de sus vecinos, que lo disfrutaban de forma gratuita y equitativa. Sin embargo, a finales del XVIII se nos muestra con un término sensiblemente recortado respecto a la situación de partida y, además, hipotecado, necesitando arrendar las dehesas y baldíos concejiles para pagar los intereses de la deuda. La culpa de tal despropósito hemos de atribuírsela a la generalizada y asfixiante presión fiscal que soportó durante estos tres siglos a cuenta de las continuas guerras del imperio, como la mantenida contra Portugal, aparte de ciertas circunstancias negativas que incidieron específicamente sobre Azuaga.
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El concejo de Azuaga ya estaba reconocido jurisdiccionalmente y demarcado su término en el momento de la donación de Reina en 1246
[2], pese a lo cual Fernando III determinó integrarlo en dicha donación. A partir de esas fechas, por delegación de la Orden de Santiago, su gobierno y administración, como el de cualquier otro pueblo santiaguista, correspondía al cabildo concejil, órgano colegiado cuyo nombramiento, composición y competencias quedaron definidos en los Establecimientos y Leyes Capitulares de la Orden[3]. Siguiendo sus directrices, dichos cabidos básicamente estaban constituidos por dos alcaldes ordinarios (justicias), con competencias judiciales en la primera instancia, y una serie de regidores (regimiento), generalmente ayudados por otros oficiales encargados de ejecutar lo dispuestos por alcaldes y regidores en los plenos concejiles.

Según las disposiciones iniciales de la Orden, el nombramiento de alcaldes y regidores debía hacerse anualmente en cabildos abiertos, teniendo cualquier vecino capacidad jurídica para elegir y ser elegido. Así ocurrió hasta los tiempos del maestre e infante don Enrique de Aragón (1409-1445), bajo cuyo maestrazgo se sustituyó el modelo democrático anterior por otro de carácter oligár­quico, en el que sólo un reducido número de vecino­s tenían este privilegio.

Los Reyes Católicos, una vez que asumieron la administración de la Orden, apenas modificaron lo establecido sobre el gobierno y administración de los concejos santiaguistas. Además, como venía ocurriendo desde el mismo momento en el que la Corona cedió a perpetuidad el dominio señorial y solariego de una buena parte de Extremadura a dicha Orden, defendieron que los aprovechamientos de las distintas dehesas, baldíos y ejidos debían ser compartidos de forma comunal, gratuita y equitativa por el común de vecinos de cada concejo, quedando expresamente prohibido la venta o arrendamiento de cualquiera de estos predios, como así estaba recogido en los Establecimientos y Leyes Capitulares santiaguistas. También se salvaguardaba en este compendio legal la integridad territorial de cada término y la exclusividad de sus vecinos en el disfrute de los distintos aprovechamientos.

Sim embargo, los Austria, sus sucesores, tomaron un rumbo bien distinto en relación con la administración de las Órdenes Militares, utilizándolas continuamente para remediar las necesidades hacendísticas surgidas a cuentas de la ampliación y mantenimiento del imperio. Por estas circunstancias, bajo la dinastía de los Austria se vendieron baldíos, se constituyeron nuevos señoríos, se negoció con los hábitos y encomiendas, se eximieron villas, se enajenaron oficios públicos, etc. En definitiva, por encima del fuero de la Orden y de lo dispuesto en los Establecimiento santiaguistas, los maestrazgos soportaron un tratamiento como si de tierras de realengo se tratase.

Dentro de esta administración tan abusiva destacamos la pérdida de autonomía municipal a raíz de la entrada en vigor de la Ley Capitu­lar de 1563, donde se regulaba el nombra­mien­to de alcaldes ordinarios y regidores en los pueblos, ampliando las competencias de los gobernadores – el de Llerena, en nuestro caso- circunstancia que anulaba prácticamente la opinión del vecindario en la elección de dichos oficios concejiles. No quedó en esto la cuestión pues, poco después y siguiendo con las reformas administrativas de Felipe II, la pérdida de autono­mía munici­pal se incre­men­tó tras la entrada en vigor de la Cédula Real de 1566, que suprimía las compe­tencias judiciales de los alcaldes ordinarios de los pueblos de órdenes militares, dejándolas en manos de los gobernadores y alcaldes mayores, por motivo de que la justicia no se administraba según convenía; por ser los Alcaldes Ordinarios Vecinos, y Naturales de los Pueblos, y no ser Letrados. En efecto, hasta 1566 los dos alcaldes ordinarios de Azuaga, como los de cualquier otro concejo santiaguista, tenían capacidad legal para administrar la primera justicia, también llamada ordinaria, en todos los negocios y causas civiles y criminales, quedando las apelaciones en manos del gobernador del partido de Llerena.

Para complicarle aún más las cosas a los azuagueños –y a todos los españoles de la época, pues estas nuevas medidas fueron generales- por estas mismas fechas Felipe II decide nuevamente hacer caja, fomentando la venta de cuantas regidu­rías perpe­tuas
[4] se solicitaran y pagaran. La enajena­ción de oficios conceji­les, lejos de democra­tizar la adminis­tra­ción municipal, reforzó la posición de los poderosos locales en el control de los concejos, cuyo ejemplo más próximo y oportuno lo encontramos en Azuaga, aunque también fue una práctica generalizada entre los concejos santiaguistas.

En definitiva, malos tiempos para los azuagueños durante el reinado de Felipe II. Por un lado permitió que diez regidores perpetuos gobernaran y administraran el concejo y su importantísima hacienda según más le convenían; por el otro, no menos humillante, obligaba al vecindario a desplazarse a Llerena para recibir justicia o, lo que aún resultaba más gravoso, ver cómo los oficiales de la gobernación de Llerena se señoreaban por sus calles y términos para administrar justicia “in situ”, y, además, cobrarles elevadas dietas y gastos burocráticos. Naturalmente, hay que matizar que el monarca no sentía una especial inquina o animadversión por los azuagueños; simplemente tomó estas decisiones de carácter general para hacer caja y mitigar las deudas de la Hacienda Real, siempre al borde de la bancarrota a cuenta de los excesivos gastos que representaba la defensa de la cristiandad y, especial y solapadamente, la expansión y el sostenimiento del particular imperio de los Austria. En cualquier caso, hay que “agradecer” el hecho de que el monarca, aunque forzó estas situaciones tan tramposas y abusivas, después habilitó los medios legales para que los concejos y vasallos eludieran dichas trampas; eso sí, debiendo pagar por recuperar la primitiva situación lo que tuvo a bien establecer el monarca.

Y de justicia arbitraria, y de pagar y pechar lo que continuamente se le ofrecía a Felipe II, ya sabían bastante los azuagueños de la segunda mitad del XVI. Estaba reciente el caso de la exención jurisdiccional de la antigua aldea de la Granja, nueva villa desde que en 1564 compró y pagó sus derechos de villazgo, hecho que implicaba segregar del término histórico de Azuaga, el más extenso de los comprendidos en el partido histórico de Llerena, la parte que se le adjudicó a la nueva villa. En ausencia de la carta de villazgo, desconocemos los términos argumentados por los entonces aldeanos de Granja a Felipe II para solicitar la exención jurisdiccional de Azuaga y adquirir el estatus de villa; se supone que alegarían lo habitual e estos caso: vejaciones y malos tratos por parte de los oficiales del concejo azuagueño, además del oportunista deseo de colaborar con el monarca y su real hacienda en el manteniendo del imperio y en defensa de la cristiandad. Por ello, como también era habitual en estos casos, se le adjudicó un buen pedazo del primitivo término azuagueño, seguramente muy superior al que le hubiese correspondido en proporción al número de vecinos que se segregaban de la jurisdicción.

También se estaba resolviendo por aquellos años el asunto del cuarto de legua cuadrada del término azuagueño por el que se interesó la marquesa viuda de Villanueva del Río (y Minas)
[5]. Esta otra cuestión se encuentra asociada a la venta de Berlanga y Valverde (entonces de Reina), en cuyas negociaciones los representantes del referido marquesado consiguieron, además de comprar el señorío jurisdiccional de casi el 50% de las mejores tierras de los términos de la Encomienda de Reina, hacerse también con dichos derechos en un cuarto de legua cuadrada del ya mermado término de Azuaga después de la exención jurisdiccional de Granja. Por el expediente de venta, parece deducirse que los azuagueños acataron con cierto estoicismo tal decisión –la propia de la impotencia de enfrentarse a los intereses del monarca-, aunque se defendieron enérgicamente cuando observaron que en el deslinde los administradores del marquesado pretendían delimitar, y delimitaron inicialmente, una legua cuadrada en lugar del cuarto pactado[6]. Finalmente, el asunto se resolvió por una vez a favor de Azuaga, que sólo perdió los derechos jurisdiccionales en el cuarto de legua cuadrada. En efecto, el término deslindado seguía perteneciendo a Azuaga, aunque la impartición de justicia en las causas relativas a hechos relacionados o ocurridos en el cuarto de legua cuadrada correspondía al marquesado de Villanueva del Río, más tarde incorporado a la casa de Alba, familia señorial a la que también pertenecían los diezmos, en detrimento de los derechos históricos del comendador de Azuaga. En definitiva, un nuevo traspié para la ancestral villa de Azuaga pues, además de la pérdida de jurisdicción, quedó expuesta a la potencial peligrosidad que suponía alindar con tan importantes vecinos, siempre dispuestos a incomodar y actuar abusivamente cuando se trataba de defender un maravedí.

Por lo tanto, durante el reinado de Felipe II los azuagueños -aparte una presión fiscal acuciante y generalizada para Castilla, ya muy estudiada y dada a conocer por numerosos historiadores
[7]- tuvieron que soportar cuatro envites directos: la exención jurisdiccional de Granja, la exención jurisdiccional del cuarto de legua cuadrada referido, la aparición de los regidores perpetuos en la villa y la autorización a los oficiales de la gobernación de Llerena para administrar justicia en primera instancia dentro de la villa y su término, competencia que antes de 1566 correspondía a los alcaldes ordinarios de Azuaga. Por lo contrario, y para más indignación, su rival más directo en el partido y señorío de la orden de Santiago en Extremadura, el concejo de Llerena, quedó francamente beneficiado al aumentar por estas mismas fechas sus competencias administrativas y expandirse jurisdiccionalmente asimilando como aldeas propias los antiguos lugares y términos de Cantalgallo, la Higuera[8] y Maguilla[9].

Ante esta situación tan crítica, los azuagueños deberían haber actuado en consecuencia, cosa que hicieron a medias. Así, respecto a la pérdida de término y jurisdicción aludida, tomaron la prudente decisión de no enfrentarse a los intereses de Felipe II, salvo en el caso del deslinde del cuarto de legua cuadrada. Es cierto que podrían haber ejercido el derecho de tanteo y retracto sobre la parte del término jurisdiccional que perdían pero, por otras experiencias similares surgidas en distintos lugares, sabían que, aparte gastarse grandes cantidades de maravedíes en abogados y procuradores, al final el fracaso estaba garantizado. Por ello, olvidándose de estos dos asuntos y haciendo los cálculos pertinente, también entendieron, y así actuaron, que no podían hacer nada para recuperar la jurisdicción suprimida ni sobre el consumo de regidores perpetuos sin poner en riesgo las dehesas y baldíos concejiles.

Esta misma disyuntiva estaba presente por aquellas fechas en la práctica totalidad de los concejos de la Extremadura santiaguistas, salvo en Llerena, donde únicamente tenían el problema de desembarazarse de los regidores perpetuos, aspecto que abordaron a finales del XVI, aunque con resultado perverso para sus vecinos
[10]. Por las referencias que tenemos, la mayoría de los concejos santiaguistas de la zona optaron, inmediatamente que Felipe II lo permitió (a partir de 1588), por recuperar la administración de justicia en primera instancia, impidiendo de esta manera que el gobernador de Llerena y sus oficiales se entrometiesen continuamente en dicha administración y evitando así mismo humillaciones, molestias y gastos al vecindario, pero teniendo que soportar los abusos de los vecinos que decidieron comprar el oficio de regidor perpetuo. Sin embargo, en Azuaga quedaron como paralizados e impotente, aguantando simultanea y estoicamente la prepotencia de los diez nuevos regidores perpetuos y las continuas envestidas de los oficiales de justicia de Llerena; es decir, iniciaron el siglo XVII con ambos problemas.

Por lo tanto, con los antecedentes relatados, durante el XVII tampoco le fueron bien las cosas a Azuaga ni, en general, al reino de España. La crisis y decadencia generalizada de este último siglo se achaca al empecinamiento de los Austria en mantener su particular imperio y hegemonía en Europa. Además, internamente hubo que afrontar el intento separatista de Cataluña y la guerra contra Portugal, cuyos naturales decididamente no querían ser gobernados desde Madrid. Por la concurrencia de tantas circunstancias adversas, los gastos militares fueron cuantiosos y la correspondiente financiación se llevó a cabo incrementando la ya elevada presión fiscal heredada de Felipe II.

Pues bien, bajo esta crítica situación, en 1633 los azuagueños decidieron por fin abordar parte la comprometida situación en la que estaban envueltos desde finales del XVI, tomando la decisión de hipotecar las tierras concejiles y comunales para hacer frente a los gastos que suponía el consumo o recompra de los diez oficios de regidores perpetuos adquiridos por otros tantos vecinos de la villa y, de esta manera, por el procedimiento de insaculación habitual, que cada año fuesen nombrados los regidores correspondientes de acuerdo con la Ley Capitular de 1563
[11]. Para ello, y por iniciativa de algunos vecinos que comprometieron su propia hacienda, se siguió el procedimiento habitual, según las indicaciones que los funcionarios reales ya habían habilitado para tal efecto:
- Se convocó cabildo abierto por petición popular.
- Tras las pertinentes deliberaciones, se acordó ejercer el derecho de tanteo sobre las diez regidurías perpetuas referidas.
- Para ello, se dieron los oportunos poderes a los dos alcaldes ordinarios, autorizándoles a gestionar y seguir el asunto.
- Estos, asesorados y representados por abogados y procuradores, solicitaron la Real Provisión pertinente que les autorizase a recomprar para el concejo las regidurías enajenadas por la Corona.
- Con dicha autorización, solicitaron otra Real Provisión que les facultase para imponer un censo sobre determinadas dehesas concejiles y también para arrendarlas
[12].
- Seguidamente, el concejo hizo público por toda la comarca la necesidad de pedir prestado 6.500 ducados, cantidad en la que se tasó el valor de las diez regidurías perpetuas consumidas, haciendo constar que como garantía de pago el prestamista de turno podría establecer un censo al quitar (no perpetuo) sobre las dehesas autorizadas por la corona.

Pues bien, al parecer fue una viuda guadalcanalense quien se hizo eco de las intenciones del concejo azuagueño, poniendo sobre la mesa los 6.500 ducados en los que se tasó el valor de las diez regidurías
[13]. Ésta es la circunstancia por la que el documento de referencia se localice en el Archivo de Protocolos Notariales de Guadalcanal, donde aparecen amplias referencia sobre dicho asunto, entre las cuales, aparte las referidas y las insistentes seguridades jurídicas del capital prestado exigida por la prestamista, se relacionan y describen las dehesas hipotecadas como garantía de pago. Éstas eran conocidas por los nombres de dehesa boyal Vieja, dehesa boyal Nueva, otra dehesa boyal denominada dehesilla del Matachel y el baldío adehesado de Valdenoques.

Por desgracia, no fueron estos los únicos predios hipotecados, pues a medida que avanzaba el XVII la situación era cada vez más crítica, necesitando el concejo azuagueño recurrir a nuevos préstamos para afrontar la continua demanda de impuestos, estableciendo para ello nuevos censos o hipotecas sobre el resto de las tierras concejiles y comunales. La consecuencia más inmediata fue la necesidad de arrendar la totalidad de las tierras concejiles para afrontar anualmente los corridos o réditos del capital prestado, situación determinante para que dichas tierras, que teóricamente debían ser usufructuadas gratuita y equitativamente por el común de vecinos, perdieran ese carácter ancestral y surgiese la necesidad de arrendar en pública subasta sus aprovechamientos. Por ello, en Azuaga se consolida ese ya crónico estado de excepción, que se saltaba, con la anuencia e interés de la corona, lo dispuesto en los Establecimientos y Leyes Capitulares santiaguistas, y también lo recogidos en las particulares Ordenanzas Municipales de Azuaga
[14], donde, volvemos a insistir, se defendía la imposibilidad de arrendar las tierras concejiles y la obligación de repartirlas equitativamente entre los vecinos.

No hace falta aclarar que esta lamentable situación fue común a la mayor parte de los concejos de los reinos de España, especialmente a los de la corona de Castilla, donde estaba incluida nuestra villa y la práctica totalidad de lo que quedaba del señorío de la Orden de Santiago. También conviene observar otro aspecto importante sobre la fiscalidad aplicada. Me refiero a su carácter indirecto; es decir, se aplicaba por igual al vecindario (mayoritariamente al consumo y a los bienes comunales, como acabamos de considerar) con independencia de su particular hacienda, reducida a las utilidades de las actividades comerciales, artesanales o ganaderas, pues la tierra en manos privadas no representaba mas del 10% en cada término, al menos en el partido histórico de Llerena.

Pues bien, pese a todos los problemas descritos, liberados ya de los específicos gastos de la Guerra contra Portugal, en 1674 los azuagueños tuvieron que replantearse el escabroso asunto de la jurisdicción suprimida en 1566 pues, al parecer, las molestias que recibían de los funcionarios de las distintas administraciones centralizadas en Llerena resultaban ya inaguantables
[15]. Por ello, en esta última fecha decidieron poner en conocimiento de Carlos II su crítica situación, relatándole los repetidos esfuerzos de la villa para pagar religiosamente todos los impuestos que se le ofrecían y habían ofrecido a la corona durante la Guerra contra Portugal, que el vecindario había pasado en un siglo de 1.630 vecinos (en 1565) a sólo 552 (en 1674, incluyendo a religiosos, viudas, pobres y otros no contribuyentes), que las arcas del concejo estaba totalmente vacías y con numerosas deudas pendientes, que la Casa del Ayuntamiento se había desplomado, habiendo sepultando y destruidos en su caída a los documentos sobre los privilegios de la villa, y que esta circunstancia les dejaba en clara indefensión frente a las exigencias de los funcionarios de las distintas administraciones llerenenses. Finalmente, le hacen saber el deseo de eximirse de la jurisdicción de la ciudad de Llerena, relatándole que “ha mucho tiempo que excede de la memoria de los hombres que obtuvieron privilegio de ser villa por si y sobre si y como tal los alcaldes y oficiales del Ayuntamiento conocían de todas las causas, de cualquier género que fueren en su primera instancia hasta su fenecimiento por sentencia definitiva…”

No indicaron los oficiales y procuradores de Azuaga o, lo que es más probable, no sabían el motivo por el cual habían perdido dicha jurisdicción en favor del gobernador de Llerena; sólo referían las molestias y vejaciones que les infringían, así como su indefensión documental por la referida ruina del archivo. Como ya se ha adelantado, la pérdida de la capacidad de administrar justicia en primera instancia fue la consecuencia directa de la Real Provisión de 1566. También ya se ha referido que, más adelante, Felipe II vuelve sobre sus pasos mediante otra Real Provisión, ésta de 1588, devolviendo dicha jurisdicción, pero con la condición de que el concejo que así lo deseare debería “ofrecerle” 14.500 maravedíes por vecino. Sin embargo, el concejo de Azuaga, al contrario de lo seguido en los pueblos santiaguistas de su entorno, decidió en aquellas fechas no pagar esa cantidad y seguir administrado judicialmente de forma directa desde Llerena. Y en esta situación permanecieron hasta 1674, año en el que deciden pagar y librarse de tan molesta subordinación. Desconocemos el conjunto de los trámites seguidos, aunque disponemos del documento final y definido, la Real Provisión de Carlos II devolviéndoles la jurisdicción
[16], previo pago de 3.036.000 maravedíes; es decir, 5.500[17] maravedíes por cada uno de los 552 vecinos o unidades familiares censados en Azuaga y la aldea de la Cardenchosa. Mediante dicha Real Provisión, saltándonos el ritual y las consideraciones previas, el monarca tuvo por bien:

…de propio motu, ciencia cierta y poder real absoluto… usar como Rey y Señor natural, no conociendo superior en lo temporal, hacer merced a vos, la dicha villa de Azuaga, de la jurisdicción en primera instancia civil y criminal para que como de por sí y sobre sí puedan los alcaldes ordinarios de ella… de conocer, usas y ejercer en ella y su jurisdicción, termino y territorio la primera instancia perpetuamente en todas las causas y negocios que se ofrecieren, de cualquier calidad civiles y criminales… y sin que el nuestro gobernador de la ciudad de Llerena, su alcalde mayor ni otra persona en su nombre puedan entrometerse… tal como ocurre en las demás villas exentas de estos mis reinos y señoríos… reservando, como reservo, las apelaciones que de vuestros autos y sentencias se siguieren al dicho gobernador de Llerena…

Y en esta situación, algo menos crítica durante el reinado de Carlos II, llegamos y asistimos a finales del XVII a la muerte sin sucesión de este desgraciado monarca, encontrándonos entonces en la rocambolesca situación de tener que soportar en nuestro territorio las disputas entre las dos dinastías europeas que aspiraban a la corona de los reinos de España. Al final, en perjuicio de los españoles de la época, ambos contendientes salieron beneficiados: el Borbón, Felipe V, porque consiguió los derechos históricos de la monarquía hispánica, y el aspirante de la dinastía de los Austria porque no se fue con las manos vacías.

Se inicia, por lo tanto, el XVIII con una nueva guerra interna y un cambio dinástico en la monarquía. Esta última circunstancia no supuso alteraciones significativas en el seno de la Orden de Santiago y sus concejos, espacio territorial donde, protegido de guerras y con una presión fiscal menos acuciantes, se observa de forma generalizada un crecimiento vecinal importante a lo largo del siglo, alcanzándose a finales del XVIII las cifras de vecindad que ya se alcanzaron en las últimas décadas del XVI, reducida drásticamente a lo largo del XVII como consecuencia de la desastrosa política imperialista de los Austria.

Pues bien, pasando por alto las variopintas circunstancias políticas que afectaron de forma genérica a los españoles del XVIII, nos encajamos a mediados de este siglo con dos importantes referencias sobre Azuaga: el Real Decreto de 1738, por el que se creó la Junta de Baldíos y Arbitrios para reintegrar a la Corona los baldíos usurpados por los concejos y proceder a su venta, y las 40 respuestas de los azuagueños al cuestionario conocido por el nombre de Catastro de Ensenada, que representa la mejor referencia sobre la historia de Azuaga.

Si se destaca el Real Decreto de 1738 lo hacemos por dos motivos. En primer lugar porque representa una especie de intento desamortizador por parte del Estado, que entendía ser propietario de determinados baldíos, justo los que en cada caso fuesen denunciado por los jueces de baldíos nombrados al efecto para cada comarca. Como se indica, sólo fue un intento, porque la cuestión se zanjó pagando a la corona la cantidad que en cada concejo determinaron dichos jueces de baldíos. En lo que se refiere a Azuaga, la cuestión se resolvió pagando 190.000 reales, que el concejo no tenía, por lo que tuvo que volver a hipotecar las tierras concejiles y comunales. El otro gran motivo por el que consideramos el referido Real Decreto es el de homenajear a Bernabé de Chaves
[18], el mejor cronista de la Orden de Santiago, quien precisamente redactó su famoso y recurrente Apuntamiento Legal para defender los intereses de la Orden en este intento de la corona por apoderarse de los baldíos concejiles de los pueblos santiaguistas.

Sin duda, la mejor referencia sobre Azuaga en el Antiguo Régimen la encontramos en las respuestas generales al Catastro de Ensenada, por las que conocemos, entre otros muchos aspectos históricos de gran importancia para la villa, datos sobre la extensión de su término, los distintos predios que lo integraban, sus aprovechamientos y, sobre todo, a quien correspondía dichos aprovechamientos y bajo qué circunstancias. En efecto, en la cuarta respuesta los azuagueños encargados de contestar a las cuarenta preguntas de la encuesta citan a todos y cada uno de los bienes de propios, entre ellos las dehesas, ejidos y baldíos concejiles, según la siguiente relación:
- Tres dehesas boyales (la Vieja, la Nueva y la dehesilla de Matachel).
- Tres baldíos adehesados (Valdenoques, la Nava y Zurrón de Pollinas)
- Varios baldíos (Carneril de la dehesa Vieja, Cueva de Peñaorodada, Aguda, Jabata y los sitios denominados Mesa del Castaño, el Jaramagal, el Jallón, el Coto y el Saltillo)
- El ejido ansanero, situado en las proximidades del pueblo.
- La dehesa de la Serrana que, aunque era propia de la encomienda, la bellota y el agostadero pertenecía también a los propios del concejo

En total, según la respuesta número diez, 41.815 fanegas de puño en sembradura de trigo, manifestando que se trataban de fanega de 93 varas cuadradas castellanas y, por lo tanto, equivalentes cada una de ellas a 6.043 m2; es decir, como era habitual ante una encuesta fiscal de este tipo, los concejos daban cifras de vecindad, producción y términos inferior a las reales. En efecto, la cantidad de fanegas del término es estimada claramente a la baja, pues, como es conocido, la superficie del término de Azuaga asciende a 49.731 hectáreas, es decir, 82.295 fanegas de puño. También por motivos fiscales se estimaron a la baja todos aquellos aspectos económicos locales por los que se interesaban en el Catastro.

Su distribución por aprovechamientos, según también aparece en la respuesta número diez, era de 15.080 fanegas dedicadas a pastos en dehesas y baldíos, 21.700 dedicadas a la labor, unas 5.000 que consideraban sin aprovechamientos o inútiles y el resto, siempre superficies insignificantes, dedicadas a huertas, viñas, olivos o zumacales.

En la respuesta número 20 nos indican algo importante. Concretamente relacionan las tierras que el concejo había reservado para ser aprovechadas de forma gratuita por el ganado del vecindario, reduciéndose éstas a las tres dehesas boyales y los baldíos denominados Zurrón de Pollinos y Valdenoques, además de las 5.000 fanegas que consideraban inútiles. No obstante, indican con claridad que dichos predios, con las cargas citadas, también se arrendaban a ganaderos mesteños y riberiegos, como el resto de los predios concejiles. En total, según indican en la respuesta número 23, el concejo obtenía por estos arrendamientos 60.951 reales de vellón, los cuales, junto a los 4.808 derivados de las subastas de abastecedores públicos (aceite, vino, aguardiente, pescado y carne), daban un total de ingresos para el concejo de 65.759 reales.

Con los ingresos anteriores el concejo afrontaba los gastos derivados de su administración y gobierno, según explican en la respuesta número 25, aunque una buena parte de ellos, como indicaban en la respuesta número 26, eran empleados en pagar los intereses o corridos de los once censos o hipotecas que afectaban a las dehesas y baldíos del concejo por un montante total o principal de 427.292 reales, deuda que al 3% de interés suponía unos 12.800 reales de réditos anuales. En la misma respuesta 26 nos dan más información sobre el origen de la deuda, centrada mayoritariamente (237.292 de los 427.292 referidos) en los gastos derivados del consumo de oficios que el concejo afrontó en 1634. Los 190.000 restante corresponden a la recompra de los baldíos en 1747, según la sentencia de 10 de noviembre de 1740, asunto ya comentado en líneas anteriores al referiros al Real Decreto de 1738.

Bajo esta fórmula y circunstancias permaneció el gobierno de Azuaga y del resto de los concejos santiaguistas hasta mediados de la segunda mitad del XVIII, fechas en las que se ensayó una tibia democratización municipal, tras las ins­truc­ciones de carácter general que el gobierno central dictó para la adminis­tra­ción de los bienes de propios y arbitrios (1760 y 1786). Asimismo, a partir de 1766 se permitió al vecinda­rio la interven­ción en la elección democrática de dos nuevos oficios conceji­les: el síndico persone­ro, que fiscali­zaba el reparto y adminis­tración de los bienes conceji­les, y el ­síndico del común, que hacía lo propio en la subasta y regula­ción de abastos oficiales. Ambos con voz en los plenos, pero sin voto en las decisiones municipa­les.

Sin embargo, a la vista del informe del intendente Alfranca, que aparece tras las respuestas a las preguntas planteadas por la Real Audiencia de Extremadura en el Interrogatorio que planteó en 1791
[19], las medidas ilustradas no fueron suficientes para evitar abusos y desfalcos en la administración y gobierno del concejo y sus términos. Estimaba dicho intendente que el alcalde mayor de Azuaga, autoridad real presente en la villa desde 1752, y los regidores seguían al dictado las instrucciones y manejos de un tal José Pulgarín, presbítero y subdelegado de la Santa Cruzada en Azuaga[20], que había declarado como tierras mostrencas y sin dueño determinado unas tres mil fanegas del término, vendiéndolas en nombre de la hacienda real a particulares, según las instrucciones a aplicar a este tipo de predios. El caso fue que, como indicaba el propio Alfranca, se vendió a bajo precio, no tres mil fanegas sino seis mil de las dehesas y baldíos propios del concejo que, en realidad, como sigue insistiendo el Sr. Alfranca, debido al deslinde tan ventajoso que hicieron a favor de los nuevos propietarios, se aproximaba a las doce mil fanegas, todo ello mediante escrituras dudosas, con tachaduras y espacios sin rellenar.

Por lo tanto, los azuagueños abordan el siglo XIX con las mismas deudas de siempre afectando a las tierras concejiles y comunales, pero con menos tierras a cuenta de los excesos del tal Pulgarín. Además tuvieron que hacer frente inmediatamente a la Guerra de la Independencia y a los desmanes de Fernando VII, dejando este monarca tras su muerte el terreno abonado para las desamortizaciones de las tierras de eclesiásticos en 1836 y de las concejiles a partir de 1855. Estas leyes desamortizadoras permitieron que el Estado sacase a subasta pública las tierras concejiles, pasando de lo que podríamos llamar latifundismo concejil a otro de carácter privado, que persiste.

[1] Este artículo fue presentado por su autor como una comunicación en las VIII Jornadas de Historia en Llerena, publicándose en las actas correspondientes.[2] Así lo entiende LÓPEZ FERNÁNDEZ, M. “Las Tierras de Reina entre el Islam y la Cristiandad”, en REE, T. LXIII-I, pp. 187-212, Badajoz, 2007.[3] Se imprimieron por primera vez en 1502 (Sevilla), encomendado su recopilación a FERNANDES DE LA GAMA, que los agrupó bajo el título Compilación de los Establecimientos de la Orden de la caballería de Santiago del Espada. Existen otras ediciones posteriores correspondientes a los años de 1527, 1555.1565, 1577, 1598, 1605, 1655, 1702 y 1752, generalmente actualizadas detrás de algunos de los Capítulos Generales de la Orden de Santiago.[4]El carácter a perpetuidad de estos oligarcas concejiles les habilitaba para usar y abusar del cargo, transmitirlo por herencia, venderlo e, incluso, arrendarlo.
[5] MALDONADO FERNÁNDEZ, M. Valverde de Llerena. Siglos XIII al XIX, Sevilla, 1998.[6] Resulta difícil determinar la superficie, por lo ambigüedad de la medida. Teóricamente, una legua equivalía a lo que se andaba en una hora. En cualquier caso, es notable la diferencia entre un cuarto de legua cuadrada y una legua cuadrada.[7] Remito especialmente, por lo que se ajusta a nuestra situación, a PÉREZ MARÍN, T. Historia rural de Extremadura (Crisis, decadencia y presión fiscal en el siglo XVII. El partido de Llerena), Badajoz, 1993.[8] MALDONADO FERNÁNDEZ, M. "Tres situaciones jurisdiccionales en Higuera de Llerena: lugar, aldea y villa", en Revista de Fiestas, Higuera, 1997.[9] MALDONADO FERNÁNDEZ, M. “Maguilla, ¿una aldea de Llerena?”, en Revista de Feria y Fiestas Patronales de Llerena, Llerena, 2003.
[10] MALDONADO FERNÁNDEZ, M. “Crisis en la hacienda concejil de Llerena durante el Antiguo Régimen”, en Actas e las VI Jornadas de Historia en Llerena, pp. 259-268, Llerena, 2005[11] APN de Guadalcanal, leg. 9, fol. 58 y ss.[12] En realidad, como ocurrió en la mayoría de los concejos santiaguistas, esta autorización daba paso a una especie de estado de excepción pues, según estaba dispuesto en los Establecimientos y Leyes Capitulares santiaguistas, también recogido en las ordenanzas municipales de sus concejos, los bienes comunales eran inalienables por definición, no pudiendo ser arrendados ni hipotecados, salvo, como en este caso, que se tuviese la pertinente autorización del rey, en calidad de administrador perpetuo de las órdenes militares.[13] En la documentación consultada no aparecen los nombres de los diez regidores perpetuos. Tampoco se hace referencia a las negociaciones entabladas para fijar el precio. Al parecer, se pedían inicialmente diez mil ducados, aunque el precio final, seguramente forzado por los funcionarios de la Hacienda Real, quedó en los 6.500 referidos[14] Según el Sr. Alfranca, intendente en el Interrogatorio de la Real Audiencia de Extremadura en 1791, dichas Ordenanzas fueron aprobadas en 1525.[15] Llegados a este punto, huelga indicar que no hemos de buscar a los culpables entre los vecinos pecheros de dicha ciudad, sino entre los numerosos funcionarios y oligarcas que en ella residían como sede del gobernador y de las numerosas administraciones civiles que le correspondían, aparte de albergar al provisor y su curia eclesiástica, y ser sede de uno de los tribunales de la Inquisición. Más datos en MALDONADO FERNÁNDEZ, M. Llerena en el siglo XVIII. Modelo administrativo y económico de una ciudad santiaguista, Llerena, 1997.[16] AHPC, Leg. 572.[17] Cantidad sensiblemente inferior a los 14.500 maravedíes que se exigían inicialmente.[18] CHAVES, B. Apuntamiento legal sobre el dominio solar de la Orden de Santiago en todos sus términos…, ed. Facsímile de la editorial “El Albir”, Barcelona, 1975.[19] RODRÍGUEZ CANCHO, M. Y BARIENTOS ALFAJEME, G. (Eds) Interrogatorio de la Real Audiencia de Extremadura a finales de los tiempos modernos. Partido de Llerena, Mérida, 1994.[20] El tal Pulgarín, como la mayoría de los numerosos clérigos de la villa, aparece reiteradas veces en las respuestas al Catastro de Ensenada, siempre asociado a negocios privilegiados y sospechosos, entre ellos el de receptor de bulas de la Santa Cruzada al que tanto partido sacó en la segunda mitad del XVIII.
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