El partido de llerena a finales del XVIII

El partido de llerena a finales del XVIII

martes, 25 de noviembre de 2014

MOTÍN, TUMULTO Y ASONADA EN LA ELECCIÓN DE OFICIALES CONCEJILES DE AZUAGA EN 1737


 


Los términos incluidos en el título fueron algunos de los empleados por el gobernador de Llerena, D. Juan de Quevedo, refiriéndose a los incidentes, al parecer espontáneos, que surgieron y siguieron a la elección de oficiales concejiles de nuestra villa,  el 11 de junio de 1737. Tuvo como consecuencia, aparte del ajetreo y violencia del día, un azuagueño condenado a la horca y más de medio centenar de procesados y condenados, unos a galeras y azotes, otros a sólo azotes y a destierros, además de cuantiosas multas pecuniarias.

Suponemos, pues no hemos encontrado más explicaciones en la documentación consultada, que el tumulto y motín vino a cuenta de las desavenencias surgidas en el sorteo y elección de oficiales concejiles para gobernar y administrar el concejo desde la Pascua del Espíritu Santo de 1737 a la de 1738, precisamente en el pleno celebrado el día de la fecha citada.

Y los desencuentros capitulares se trasladaron entre los vecinos que curioseaban concentrados delante de las puertas del Ayuntamiento a la espera de conocer el nombre de sus futuros gobernantes, seguramente azuzados por algunos de los asistentes al pleno, verdaderos instigadores del motín, tumulto y asonada que nos ocupa.  Aunque en la documentación consultada no se describan los incidentes, por las noticias que tenemos sobre casos parecidos[1] intuimos que, aparte gritos e improperios tumultuosos, se desenvainarían algunas espadas y saldrían a relucir mosquetones, dagas, puñales, hoces y palos amenazantes entre los dos bandos en los que parecía haberse dividido el vecindario, desoyendo los amotinados las advertencias que desde los balcones del Ayuntamiento emitía el gobernador de Llerena y sus oficiales.

Presentado el incidente, para enmarcarlo y contextualizarlo parece oportuno profundizar sobre ciertos aspectos relacionados con el gobierno y administración de los concejos santiaguista en la época que nos ocupa, así como sobre el procedimiento seguido para la elección de oficiales concejiles, es decir, de alcaldes y regidores. Pues bien, según venía determinado en los Establecimientos y Leyes Capitulares santiaguistas[2], sus concejos se gobernaban y administraban por los oficiales concejiles reunidos en las sesiones capitulares. Por regla general, los cabildos concejiles estaban constituidos así:

- Dos alcaldes ordinarios (el de primer voto y, en su ausencia o incapacidad legal, el de segundo voto), responsables de administrar justicia en primera instancia, quedando las apelaciones en manos del gobernador, el de Llerena en nuestro caso.

- Cuatro regidores, quienes, junto con los dos alcaldes, goberna­ban colegiadamente el concejo durante el año de su nominación, que iba desde la Pascua del Espíritu Santo hasta la del año siguiente.

- Ciertos oficiales concejiles sin voto en los plenos capitulares, como el alguacil[3], el mayordomo, el almotacén, los fieles medidores, el sesmero, el síndico procurador general[4], los escribanos, etc., unos elegidos en la citada Pascua y otros por la de Navidad.

- Y los sirvientes del concejo precisos, como pregoneros, guardas jurados de campo, pastores, boyeros, yegüeri­zos, porqueros, etc.)

En 1737 seguían en vigor las Leyes Capitula­res sanciona­das durante el Capítulo General de la Orden de Santiago celebrado en Toledo y Madrid (1560-62), texto legal en el que, entre otros asuntos, se regulaba el procedimiento para elegir los oficiales añales de los concejos con voz y voto en sus sesiones capitulares. Sobre este particular, se determinaba que la elección debía ser supervisada, más bien controlada, por el gobernador mediante los procesos de insaculación, desinsaculación y visitas de residencia. Se iniciaba el proceso con la insaculación llevada a cabo por la citada autoridad, que se personaba en el momento adecuado en todos y cada uno de los pueblos del partido de su gobernación, donde, en secreto y particu­larmente, preguntaba a los oficiales cesantes sobre sus razonadas preferen­cias en la elección de sustitutos. Siguiendo la misma pauta interrogaba a los veinte labradores más señalados e influyentes del concejo, y a otros veinte vecinos más. Recabada dicha información, el gobernador proponía a tres vecinos para cubrir los dos puestos de alcaldes ordinarios y a otros dos más por cada regiduría, insaculando[5] las papeletas  o pilorios precisos para cubrir los oficiales concejiles precisos durante los cinco años siguientes, pues la insaculación se ejecutaba por lustros cumplidos. Acto seguido,  se guardaban los sacos o cántaros en un arca cerrada bajo tres llaves, que dejaba en poder de tres vecinos influyentes, a saber: el alcalde de primer voto, el mayordomo del concejo y el párroco de la iglesia mayor.  

Concluido el proceso anterior, el día en el que cada concejo tenía por costumbre efectuar la elección anual de sus oficiales, fijado en el caso de Azuaga por la Pascua del Espíritu Santo, en presencia del gobernador, de los oficiales concejiles cesantes, del mayordomo, del alguacil, del párroco de la iglesia mayor y del escriba­no se hacía llamar a un niño de corta edad para que escogiese entre las bolas o pilorios[6] que habían sido precinta­dos e insaculados por el gobernador en la visita de insaculación. La primera bola sacada o desinsaculada del arca de alcaldes corres­pon­día al alcalde ordinario de primer voto y la otra al de segundo; por este mismo procedimiento se escogían los regidores añales correspondientes, cuatro en nuestro caso.

 No obstante, la Ley Capitular respetaba la costumbre que ciertos concejos tenían en el reparto de oficiales entre hidalgos y pecheros, por mitad de oficio, como ocurría en Azuaga. Por ello, en nuestra villa era necesario disponer de cuatro cántaros y arcas: una para insacular los candidatos a alcalde por el estamento de hidalgos o nobles  locales (una veintena escasa), otra para el de alcalde por el estado de los buenos hombres pecheros o plebeyos, la tercera para regidores por el estamento de hidalgos y la última para los regidores representantes de los pecheros o pueblo llano. En definitiva, un gobierno y administración asimétrico, pues aparte de la posible arbitrariedad del gobernador de turno a la hora de determinar a quienes insaculaba, la mitad de los oficios concejiles se repartía entre los escasos veinte hidalgo locales y la otra mitad entre el grueso del vecindario que, para la época que nos ocupa, rondaría las 700 unidades familiares.

        Pues bien, en el caso que nos ocupa, a primero de enero de 1735 se personó en Azuaga el que entonces era gobernador de Llerena, el guadalcanalense D. Alonso Damián Ortega Toledo, marqués consorte de San Antonio Mira el Río, vizconde consorte de Valdeloro, regidor perpetuo de Madrid, patrono mayor de la ermita, cofradía y feria de Guaditoca, alférez mayor de Guadalcanal, titular del mayorazgo fundado por el maestre de campo Pedro Ortega de Valencia (descubridor y conquistador de la isla de Guadalcanal en 1567, hoy perteneciente al archipiélago de las islas Salomón, en pleno Pacífico), etc.[7] Tenía su visita por objeto el efectuar la insaculación de aspirantes a oficiales concejiles para los siguientes cinco años.

De la insaculación efectuada por D. Alonso Damián Ortega, el 11 de junio de 1737 se trataba de escoger por sorteo (desinsaculación mediante la mano inocente de un niño) los alcaldes y regidores que gobernarían el concejo desde la pascua del Espíritu Santo de dicho año hasta la siguiente de 1738. Presidía el pleno D. Juan de Quevedo, el gobernador llerenense de turno[8], y asistían: D. Carlos Hernao, como alcalde ordinario saliente de primer voto en representación del estamento nobiliario (el de segundo voto había fallecido recientemente); D. Carlos Espínola y Rojas y D. Juan de Buiza,  regidores salientes por el estado noble;  Pedro de la Vera Barragán y Diego Ortiz de Vera, regidores salientes por el estado plebeyo; el alguacil mayor, que representaba a la encomienda; el mayordomo del concejo; y el párroco de la iglesia mayor. Aparte del escribano, nadie más debería estar presente en la sala capitular.
 

Iniciada la sesión, se procedió a la desinsaculación, para lo cual hicieron llamar a un niño de corta edad. En primer lugar, del cántaro que contenía los pilorios nominativos correspondiente a alcalde plebeyo (que en esta ocasión, por la consensuada rotación alternativa existente, correspondía ser a un plebeyo) se sacó un pilorio que contenía la póliza correspondiente a Pablo Ortiz de Vera, a quien se le dio la posesión de alcalde ordinario de primer voto sin ninguna contradicción por parte de los asistentes, ni tampoco, una vez publicada su nominación desde las puertas del ayuntamiento por el pregonero, por parte del vecindario allí reunido a la espera de conocer los nombres de sus futuros gobernantes.

Acto seguido, con el mismo protocolo y solemnidad se procedió a sacar del cántaro de alcaldes por el estado noble un pilorio y póliza para elegir alcalde ordinario de segundo voto, que resultó corresponder a D. Cristóbal de Buiza. Inmediatamente fue impugnada esta última nominación por parte de D. Juan de Buiza Ponce de León, uno de los regidores salientes, argumentando que D. Cristóbal estaba envuelto en una pesquisa pendiente ante S. M. y señores del Consejo de las Órdenes, circunstancia que le inhabilitaba para el ejercicio de oficio público. Se detuvo en este punto el proceso electivo, escuchándose opiniones contradictorias al respecto, que dio como resultado la definitiva aceptación de la nominación de D. Cristóbal Buiza como alcalde ordinario de segundo voto, después de que éste pudo demostrar documentalmente haber sido exculpado de las acusaciones imputadas, según los documentos que aportó y que se incluyeron en el libro de actas.

Concluye la desinsaculación, saliendo elegidos por el mismo procedimiento y protocolo: Juan Espino y Diego Martín Guerrero como regidores por el estamento general, y D. Juan Ortiz de la Vaquera y D. Juan Núñez de Aranda por el estamento nobiliario, sin que en el acta capitular correspondiente[9] se pueda entrever síntomas de desavenencias. Sólo hubo que rechazar la nominación de D. José de Buiza como regidor por el estamento nobiliario, pues era hijo del ya desinsaculado D. Cristóbal de Buiza, prohibiendo la Ley Capitular en vigor la concurrencia en el ayuntamiento de dos hermanos, o de un padre y un hijo, como era el caso.

Al parecer, las tensiones surgieron en la plaza, seguramente entre los partidarios, paniaguados y correveidiles de D. Cristobal Buiza (el cuestionado alcalde de segundo voto) y D. Juan de Buiza Ponce de León (el que puso reparos a su nominación), dos hidalgos locales emparentados (no hay peor cuña que la de la misma madera) y enfrentados por la administración concejil, circunstancia que, entendemos, fue la desencadenante del tumulto y motín que nos ocupa. Se trata, por lo tanto, sólo de una hipótesis, pues, por ahora, no hemos podido acceder a la descripción de los hechos;  sólo conocemos las distintas sentencias falladas por el gobernador de Llerena, testigo directo de los hechos sediciosos y juez pesquisidor nombrado por el Consejo de las Órdenes para tal efecto[10].

Según esta referencia, en el inmediato mes de agosto el gobernador manifestaba y comunicaba al Consejo de las Órdenes que el fiscal de proceso, Tomás Moreno, acusó como sediciosos amotinados a casi medio centenar de azuagueños, unos ya presos en la cárcel de la gobernación de Llerena, otros bajo arresto domiciliario y la mayor parte de ellos (unos 40) furtivos.

Se opusieron los inculpados de forma mancomunada, representados por distintos procuradores. Sin embargo, visto los hechos, declaraciones y probanzas (de las que no tenemos noticias), el gobernador (por otra parte testigo directo de los hechos) entendió que el fiscal probó bien su acusación, mientras que los inculpados y sus procuradores no pudieron contradecir los hechos.  En consecuencia, por la culpabilidad demostrada, condenó de forma diferenciada a los distintos inculpados, tanto a los que ya estaban presos como a los huidos y fugados. Sobre estos últimos, por auto gubernativo mandó a las justicias y alguaciles de los pueblos del entorno que los persiguieran y prendieran,  de tal manera que, una vez apresados, sean traídos a la cárcel pública de esta villa con seguridad bastante...

Con respecto al que entendía haber sido cabecilla y líder del tumulto, Pedro Espejo, le condenó a que sea sacado caballero en una bestia menor de albarda, desnudo de medio cuerpo arriba, con una soga de esparto a la garganta y por boz de pregonero, que manifieste y publique su delito, sea llevado por las calles públicas acostumbradas hasta el rollo o horca que estará prevenido[11]; y de ella sea colgado y ahorcado por el executor de la justicia hasta que muera naturalmente, y que ninguna persona sea osada a quitarlo della sin mi licencia o de juez competente, so pena de la vida; y asimismo se condena al reo a 4.000 mrs. de multa.
 

Al iniciador del conflicto, Domingo Bidela, preso en la cárcel de la gobernación de Llerena, por la desobediencia y desacato que mostró al alcalde ordinario, que sea traído con la custodia necesario, sea conducido desde la cárcel de Llerena al de esta esta villa y de ella sea sacado caballero en una bestia menor, y por el ejecutor de la justicia le sean dados 200 azotes, y luego se vuelva a dicha cárcel y de ella sea conducido por tránsito a la de cortes de la Real Chancillería de Granada con testimonio de esta sentencia (si como queda dicho fuera confirmada por Tribunal superior) para que sirva en la galeras de S. M., al remo y sin sueldo por tiempo de seis años.

A Manuela de la Vera que sea sacada de la cárcel en una bestia menor de albarda, desnuda de medio cuerpo arriba y con una soga de esparto a la garganta, y por el ejecutor de la justicia le sean dados 200 azotes; y asimismo la condeno en destierro perpetuo desta villa, su término y jurisdicción más allá de ocho leguas de contorno; y más 1.000 mrs., y no más por la cortedad de sus bienes.

A María Flores y cuatro mujeres más, a ocho años de destierro a más de seis leguas del término y jurisdicción de Azuaga, amenazando con duplicar la condena en caso de incumplimiento.

        A Antonio Rodríguez y seis más, a destierro perpetuo a una distancia mínima de diez leguas del término y jurisdicción de la villa.

Al menor D. Gonzalo Ortiz, a tres años de destierro a una distancia mínima de seis leguas de Azuaga, además de 2.000 mrs. de multa.

Al hidalgo D. Francisco Ortiz de la Vaquera, por tratar de influir en la desinsaculación que nos ocupa, se le condenó a no ejercer oficio de justicia en la villa durante los próximos cuatro años y a pagar 2.000 mrs. de multa, apercibiéndole con mayores castigos en caso de reincidencia.

A Pablo Ortiz, el que salió alcalde de primer voto, por circunstancias no explicadas en el expediente consultado, se le condenó a dejar su oficio y a 2.000 mrs. de multa. Fue sustituido legalmente por Antonio de Aldana Ortiz, aunque, como debió recurrir y demostrar su inocencia, a principios de 1738 recuperó la vara de justicia.

Sobre el resto de los casi cincuentas azuagueños[12] implicados en los hechos sediciosos que nos ocupan,  determinó el gobernador que, una vez presos, fuesen conducidos desde la cárcel  del partido a las dependencias carcelarias de la Real Chancillería de Granada, para que sirvan en las galeras del reino, sin sueldo y por tiempo de cinco años, además de multarles con 500 mrs.,  y no hago mayor condenación (pecuniaria) por la cortedad de sus bienes.

Triste y discriminatorio el resultado del tumulto. Triste, por la severidad y humillación de las condenas. Discriminatorio porque, con seguridad, conociendo cómo funcionaban la sociedad de la época, los verdaderos culpables, los incitadores, salieron prácticamente indemnes, castigando severamente a quienes defendieron sus intereses.

El vecindario azuagueño de entonces, como solía ocurrir entre los concejos de la época, se distribuía en los tres estamentos sociales propios del Antiguo Régimen: nobiliario, clerical y pueblo llano.

El primero estaba escasamente representado en nuestra villa, donde únicamente residían una veintena de hidalgos, es decir, nobles del escalafón más bajo. Sin embargo, aparte de ciertas exenciones fiscales y del boato y preminencias de las que disponían, ostentaban la mitad de los oficios concejiles, circunstancia nada desdeñable, pues les permitía partir y repartir las cargas fiscales y las dehesas y baldíos del término. En conjunto, actuaban corporativamente defendiendo los intereses y privilegios de su condición social, aunque entre ellos existían diferencias, a veces insalvables, como ésta que  provocó el tumulto y motín que nos ocupa y de la que prácticamente salieron indemnes.

Por lo contrario, la representación religiosa era elevada, constituida por medio centenar largo de presbíteros o curas pertenecientes a los distintos escalafones de la carrera eclesiástica, además de las 20 religiosas acogidas en el claustro del convento de la Merced.

La mayoría del vecindario quedaba incluido en el pueblo llano o estamento general (pecheros, sobre quienes recaía una buena parte de la carga tributaria, al tratarse de impuestos generalmente indirectos), bien como jornaleros, como acomodados o empleados por año (de San Miguel a San Miguel) en el sector primario y secundario, o como artesanos, arrieros y  comerciantes. Y de este sector más desfavorecieron eran la mayoría de los reos que nos ocupan, por sacar pecho en favor de los incitadores del tumulto, los hidalgos locales.


[1] MALDONADO FENÁNDEZ, M. “Motín, tumulto, asonada y sedición en la elección de alcaldes de Guadalcanal en 1675”, en revista de feria fiestas, Guadalcanal, 2010.
[2] Conjunto de leyes acordadas en los Capítulos Generales de la institución, bajo cuyos preceptos se gobernaba la propia institución, sus concejos y vasallos. Se sintetizaban y concretaban en las Ordenanzas Municipales particulares de cada concejo, como las que existirían en Azuaga.
[3] Éste, con voto en los plenos capitulares de Azuaga. Su elección correspondía al comendador.
[4] Oficio perpetuo, por compra a la corona, que estaba en manos de una importante familia de Azuaga.
[5] Metiendo en un saco o cántaro.
[6] Con las papeletas o pólizas, fechadas y firmadas por el gobernador que presidía la insaculación, se hacían bolas que se precintaban con cera derretida.
[7] MALDONADO FERNÁNDEZ, M. La villa santiaguista de Guadalcanal, ed. de la Diputación Provincial de Sevilla, accésit al primer premio del concurso de monografías convocado por el Archivo Hispalense, Sevilla, 2010.
[8] Cambiaban cada cuatro años y su nombramiento correspondía al Consejo de las Órdenes.
[9] AMA, Sec. AA. CC., lib. de 1737, fot. 27 y ss. de la edición digital.
[10] Ibídem, fot. 87 y ss.
[11] Como lo estaba, pues por aquella época no existía villa que se preciara sin tener en plaza más importante o en un otero próximo y a la vista del vecindario los símbolos intimidatorios propios de la jurisdicción, representados por el rollo y la horca.
[12] En el expediente consultado se recogen sus nombres, apreciando que en algunos casos participaron familias enteras, menores incluidos.

domingo, 16 de noviembre de 2014

ROGATIVAS A LA VIRGEN DEL ARA Y ROMERÍA EN SU HONOR EN 1925, SEGÚN UN CRONISTA DE TRASIERRA


 

El cronista al que nos referimos se llamaba Manuel Morillas Garrido, uno de los hijos de la histórica maestra de Trasierra, doña Elena Garrido, casada con Manuel Morillas, carpintero de oficio. Se trataba de una familia culta, por oficio, pues, al margen de doña Elena, sus hijos (José, Manuel, Enrique y Elena) también ejercieron el magisterio por distintos pueblos de este contorno. En concreto, José fue maestro de Trasierra y Fuente del Arco, Elena ejerció como maestra de Granja y Manuel, nuestro culto cronista y corresponsal, en las fechas que nos ocupan se vio obligado a abandonar los estudios ante su precaria salud, falleciendo en enero del año siguiente. Antes de sorprenderle la muerte, tuvo la oportunidad de dejar numerosas crónicas sobre Trasierra en distintos periódicos de la época, dando noticias de la vida social y de las distintas festividades locales, dejando también cumplida referencia de la romería en honor de la Virgen del Ara, agradeciéndole la intercesión ante su divino Hijo, que derramó sobre los campos el agua precisa durante la primavera de 1925.

En efecto,  la primavera de 1925 se presentó excesivamente seca, por lo que, como era habitual en pueblos de nuestro ámbito cultural, se recurría a la divinidad mediante rogativas para que remediase las catástrofes de ésta u otra naturaleza (climatología adversa, epidemias, plagas de langostas…). Para ello, como abogado protector, solía solicitarse la mediación de algún santo o, en su defecto, la de la Virgen en sus distintas advocaciones locales, la del Ara en nuestro caso.

Por la circunstancia descrita, el clero, la hermandad de la Virgen del Ara y el ayuntamiento de Fuente del Arco, seguramente recogiendo el sentir popular, a mediados de marzo de 1925 tomaron la decisión de aproximar la Virgen al fervor popular, trasladándola desde su serrana ermita a la parroquia local, donde diariamente se celebraron cultos en su honor, demandando su intercesión para que su divino Hijo derramara sobre los campos el agua precisa, como, al parecer, así fue. Por ello, según el referido cronista, el 28 de abril siguiente, satisfechos y agradecidos los fuentearqueños, trasladaron la Virgen a su ermita y santuario, aprovechando esta circunstancia para celebrar una romería, de la que dio cumplida razón Manuel Morillas, según el texto que sigue:

Verdaderamente hermoso resultó la vuelta de esta venerable imagen a su ermita. Este acto tuvo  lugar el día 28 del pasado mes de abril, para el que fuimos previamente invitados y, en verdad, si grande eran los deseos de visitar este lugar, en esta ocasión mayor aún fue la satisfacción que experimentamos ante el hermoso conjunto que se nos ofreció, pues no faltó una nota simpática que, a guisa de pincelada, animara y diera realce a este hermoso cuadro encajado en un delicioso marco que la Naturaleza encantadora tuvo a bien ofrecer.

Esta Virgen, veneradas por todos y por todos bendecidas, fue llevada a Fuente del Arco hace aproximadamente un mes en sentido de rogativa, por la terrible sequía que nos amenazaba y de la que Dios ha querido remediarnos. Una vez satisfechos los deseos de todos, y por la valiosa intercesión de esta Virgen, los de Fuente del Arco acordaron llevarla a su santa y pintoresca casa el día que antes consigno. Nosotros, entusiastas de las romerías, aprovechamos la ocasión y marchamos. Nos adelantamos para ver su llegada, como así fue.

LA LLEGADA DE LA VIRGEN

Ésta fue de intensa emoción. La chiquillería llegó anunciándola con el ¡ya viene¡ (pues aunque viniera cerca no se veía por los accidentes del terreno);unos minutos, y enseguida surgió a nuestra vista la imponente procesión. Acompañan a la Virgen el culto y activo párroco de aquel pueblo, don Antonio Carmona, el digno Ayuntamiento presidido por don Gabino Gálvez, los pundonorosos guardias de la benemérita señores Roguera y Pavón y los cultos maestros nacionales don José Morillas y doña Julia Gallego, además de un inmenso gentío que se agitaba en torno a la Virgen, alegres, gozosos y conmovidos. Las campanas de la ermita, ávidas de ver a su divina Madre, se lanzaron al vuelo alegres y gozosas; parecía que querían salirse de sus marcos tan materiales para unirse a la Virgen en un abrazo maternal; sus ingenios sonidos, después de hender el espacio, llegaban a nuestros oídos como tiernos gemidos por el dulce llanto que les produjera la alegría de volver a ver a su excelsa protectora.

Ante este indescriptible cuadro, los chicos quedaban atónitos y los grandes, visiblemente afectados, conservaban esa actitud religiosa, esa fervorosa atención que el acto les producía; alguien hubo que, después de dirigirle miradas de ternura a la Virgen, se secó una lágrima. Nosotros, henchidos de puro sentimiento, nos esforzamos en arrancar de nuestros pechos un ¡viva! la Virgen del Ara, pero al pasa por la garganta quedó detenido y envuelto en un cúmulo de grandes y santas emociones. Entre tanto, la imagen avanzaba y, haciendo una entrada triunfal por las puertas de su divino regazo, fue colocada en su trono celestial.

EN LA ERMITA

Una vez dentro, y antes de comenzar los actos religiosos que habían de tener lugar, dimos una ojeada por la ermita y quedamos admirados ante el mérito artístico, ante el inapreciable valor de su interior. En la construcción de este antiquísimo santuario. Los cartujos (¿?) dieron lugar preeminente al arte pictórico. Todo el interior (muros y bóvedas) está impregnado de hermosos cuadros que representan escenas de las Sagradas Escrituras; algunos con bastante perfección, teniendo en cuenta el tiempo en que se hicieron. Una imagen de San Antonio y otra del Señor muy bien arregladas, a uno y otro lado, a más de otros detalles, entre ellos una infinidad de reliquias colgadas, forman un bonito conjunto, una verdadera obra de arte.

         En un pequeño coro hay un antediluviano órgano (cuyo sistema jamás hemos visto) que empieza a preludiar. Los fieles, que formaban una masa compacta, se disponen para el santo sacrificio, que va a empezar. El sacerdote antes citado dice una misa rezada, y luego, el digno párroco de Trasierra, don Santos Velázquez, dijo otra cantada, que fue oficiada por el activo organista de Fuente del Arco y la simpática señorita María de Lara.

El señor Carmona se hizo cargo del púlpito, el cual pronunció con amena y fácil palabra un  hermoso y sentido panegírico, haciendo ver a los fieles allí congregados cuánto debían a la Virgen y cuánto debían amarla.

Concluida la misa, y en pleno campo, la gente se divertían en grupos que con mantas y viandas iban de aquí para allá, esquivando la acción del sol, buscando la sombra.

LAS MERIENDAS

Llegó la hora de las típica merienda, esa hora pesada de estos calurosos días en que todo parece reposar, en que todo es silencio, quietud, y que esa misma calma y silencio es más grato en el campo, porque es interrumpido de vez en cuando por el susurro de la arboleda cuando suavemente es agitada por el aire o bien por el débil revoletear de unos pajarillos entre el ramaje.

Disponíamos a entregarnos también a la gula, cuando fuimos galantemente invitados por unos amigos. Aceptamos gustosos y, si deliciosa y suculenta fue la comida, encantador era el lugar que naturalmente se nos ofrecía para ella.

Pocas veces he sentido esa sensación de venturas inefables que aquí sentí al contemplar la Naturaleza en toda su magnitud de encantos. Yo invitaría a esos artistas, a esos enamorados de las delicias naturales, a visitar el lugar donde se encuentra enclavado el vetusto santuario del Ara.

Comíamos y admirábamos la placidez del lugar: la interminable fila de corpulentos álamos dispuestos con esa simetría que la mano maestra de la Naturaleza suele poner en sus obras, parecían elevarse para refrescar el caluroso ambiente, ofreciéndonos su bienhechora sombra bajo la cual nos cobijamos;  el murmullo de unas ribereñas y cristalinas aguas, que suavemente se deslizaba junto a nosotros; el ruiseñor que emitía sus sonoras y delicadas notas, entonando un himno ideal; y un dulce airecillo que, luego de agitar levemente el follaje, venía aromatizando a acariciarnos y ofrecernos los embriagadores perfúmenes de aquellas flores campestres ¡Cuánto sentimos no ser poeta para haber hecho una poesía! Extasiados estábamos cuando, de pronto, los amigos, la bullanguería con su ¡al baile! Y la desdichada música de un arcaico instrumento (el acordeón) nos distrajeron; la merienda había acabado y el baile empezaba.

EL BAILE

Éste estuvo animadísimo. Terpsícore estaría muy satisfecho ante el número de fieles que le rendían culto. A los acordes del instrumento daban vueltas y revueltas entregados frenéticamente a la danza; cansados, sudaban a más no poder y, no obstante, seguían bailando. La juventud se había desbordado en torrentes de alegría, de luz, de amor y de todo lo susceptible de desbordarse en esta edad y en el mes de mayo, corazón de la primavera. Así permanecieron casi toda la tarde.

El género femenino era bastante aceptable. Las muchachas bonitas de Fuente del Arco, alegres, risueñas, supieron dar realce, constituyendo quizás la nota más simpática de la fiesta. Y para que vea el lector que no nos equivocamos, ahí va una preciosa guirnalda que formamos con fragantes rosas primaverales: Antonia y Josefa Pablos, Rosalía y Braulia López, Dolores Ruiz, María Santos, Ricarda y Ana Muñoz, Rosario Fernández, Amalia Rioja, Purita Alvarado, Rafaela Bernabé, María de Lara, Elena Castillo, María Gálvez, Carmen Azuaga, Ana Bueno, Ángeles Suero, Emilia Gálvez, , Alfonsa y María Barrada (¡oh, beldad), Facunda Rico, Catalina Canelada y Calixta y Antonia Maldonado.

Entre las señoras vimos a doña Julia y doña Ángela Gallego, doña Manuela Paz, doña María Hurtado, doña Elena Millot, doña Ana Santos y doña Cándida Boza.

Y entre el sexo fuerte, que a veces es más débil, vimos a los señores Juan Izquierdo, Juan Lozano, Antonio Bueno, Salvador Pablo, Fernando Lara, Cándido Gálvez, Nicasio Santos, Urbano Ruiz, Antonio y Claudio Villazán, Santiago Olivera, Eduardo López, Narciso Fornelio, Manuel Ruiz, Antonio Barragán, Valentín Muñoz, José Paisano, Valentín Gómez, Salvador Calle, Ángel Mérida, Juan Y pedro Gálvez y Leopoldo Millet. Además vimos a don Constantino Escobar Rodríguez y a don José Morillas Garrido, maestros de Trasierra y Fuente del Arco, respectivamente.

DESPEDIDA

Terminó el baile y la gente iba a despedirse de la Virgen hasta otro año. Nosotros también lo hicimos y nos encontramos con la preciosa voz de la señorita María de Lara, que cantaba una Salve de despedida a la Santísima Virgen, muy sentimental por cierto.

La gente marchaban y la Virgen al despedirles parecía querer abrir sus brazos para estrechar a sus hijos por última vez; una lágrima de despedida nos pareció ver correr dulcemente por una de sus divinas mejillas.

UN COMENTARIO

Fiestas como estas merecen plácemes. Felicitamos a todas las personas que han contribuido a la fiesta y a los hijos de Fuente del Arco por haber llevado a ella todo su entusiasmo, toda su fe, todo su amor y cuanto hayan podido llevar en honor a la Virgen.

Pueblo altruista y de buenos sentimientos, sabe corresponder en la medida de sus fuerzas a los beneficios recibidos por la Virgen; saben demostrar su infinito agradecimiento para con su divina madre, siempre pródiga y bienhechora.

Nosotros les alentamos para que pronto se repita esta fiesta en honor de la Virgen del Ara. No desfallezcáis en el amor a Ella; pues la fe que abrigáis en vuestros pechos puede servir de estímulo a otros pueblos, puede servir de ejemplo a los demás hombres. Además, cumplís con uno de los deberes más grande que hay que cumplir aquí en la Tierra.

Y por último, esta fiesta ha constituido un timbre de honor, una página de gloria y de altruismo que los hijos de Fuente del Arco han escrito con rasgos indelebles en su brillante e inmaculada historia, como buenos y honrados ciudadanos.- Fdo: Manuel Morillas Garrido

Trasierra, mayo de 1925
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