El partido de llerena a finales del XVIII

El partido de llerena a finales del XVIII

martes, 3 de junio de 2008

EXPOLIO EN LOS ARCHIVOS HISTÓRICOS DE LLERENA


(Publicado en la Revista de Feria y Fiestas de Llerena, 2007)

"En la Ziudad de Llerena, a veintiocho días del mes de Septiembre de mil setecientos noventa y dos, yo, el Secretario de la Comisión, pasé como a hora de entre las diez y once de su mañana a las Casas Consistoriales de ella, en la que se hallaban Don Juan Manuel de Villarreal y Don Juan Isidro Garica, Regidores perpetuos de su Ayuntamiento y Claveros del Archivo, y Don Diego Antonio Vizuete, Escribano Primero y Contador; y abierto éste que existe en una Sala alta custodiado por tres llaves, el que abierto e introduciéndonos en dicha pieza, se abrió una papelera que custodiaba otras tres llaves, que abierta y reconocidas diferentes navetas, donde parecen que se custodiaban todos los privilegios pertenecientes a la Ziudad, y en una de ellas se encontraron tres que, reconocidos y señalados por dichos Don Sebastián Montero, expresando ser de los que solicitaban, mando se pusiesen testimonios de ellos, que se hallan escritos en pergamino con sus sellos reales colgados con cordones, y a su virtud lo ejecuté yo el escribano de la Comisión, y son del tenor siguiente..."

La Comisión a la que se refiere fue una de las muchas constituidas por el Ayuntamiento de Llerena para defenderse de los múltiples pleitos en los que se vio envuelto por causa de los privilegios que acumuló a lo largo de su historia, especialmente en tiempos medievales. Pero este asunto, siempre muy importante para Llerena y ya tratado en otras ocasiones, resulta tangencial en el caso que nos ocupa. Lo que realmente nos interesa destacar del texto anterior es el interés en la defensa y protección del patrimonio documental de la ciudad, cuya consulta quedaba reservada colegiadamente a determinadas personas, necesitando la común concurrencia de los tres claveros para abrir la puerta del ya entonces Archivo Histórico Municipal y, una vez dentro, otras tres llaves para acceder a la papelera o armario donde se custodiaban otras tantas llaves para abrir las diversas navetas o cajones que custodiaban los documentos más importantes de la Ciudad, entre ellos el famoso pergamino que acumulaba sus privilegios desde los tiempos del maestre Cabeza de Vaca, el gran benefactor de Llerena junto al infante Don Fadrique y Don Alonso de Cárdenas, privilegios que también aparecen ratificados en el mismo documento por el maestre e infante don Enrique de Aragón (1440), por el maestre Pedro Pacheco (1460) y, finalmente, por los Reyes Católicos (1494).

No es esta la única referencia que tenemos del protocolo a seguir cada vez que era necesario consultar y transcribir parte de los documentos importantes de la ciudad; esta misma circunstancia se repitió otras muchas veces, tantas como la ciudad se vio forzada a defender su hegemonía entre los pueblos comarcanos. Dicha hegemonía fue propiciada por la Orden de Santiago, que desde tiempos medievales elevó la entonces villa a capital administrativa de la Mesa Maestral y centro religioso, judicial y gubernativo de un extenso partido, proporcionándole, porque así le interesaba a la Orden, un amplio término (el actual, más los correspondientes a Maguilla y la Higuera) y, especialmente, los derechos de aprovechamientos en la mayor parte de los baldíos de las encomiendas vecinas. El interés de la Orden en engrandecer a Llerena radicaba en que dicha grandeza repercutía directamente en beneficios para la Mesa Maestral, institución a las que correspondían todos los derechos de vasallaje generados por la actividad económica de sus vecinos.

Por ello, los distintos archivos llerenenses (de gobernación, tesorería, judicial, municipal, protocolos notariales, inquisitorial y religiosos) debieron ser muy importantes, tanto por la naturaleza de lo guardado como por la cantidad de documentos generados en la villa maestral. Sin embargo, en la actualidad, concretamente en lo que se refiere a los archivos históricos (anteriores al siglo XX), no es precisamente un ejemplo a imitar por el contrastado deterioro y expolio que este patrimonio documental ha sufrido desde principios del XIX, expolio ya advertido y denunciado por Julián Ruiz Banderas (“El patrimonio llerenense hoy: Acciones, resultados y propuestas. 1982-2005”, en Actas de las VI Jornadas de Historia en Llerena, Llerena, 2006) y Agustín Romero Barroso en su Preludio al Compendio o laconismo de la fundación de Llerena, publicado inicialmente por César del Cañizo (Revista de Extremadura, T-I, cuaderno V de 1899) y últimamente por el citado Romero Barroso (Textos Extraños nº1, suplemento de la Revista Literaria Miscelánea). En efecto, Romero Barroso nos decía, y personalmente suscribo:

"Es vox populi que se poseen, por determinadas gentes, documentos que son del patrimonio histórico de los llerenenses (y de los pueblos comarcanos, añado). Eso es un delito contra la Historia, contra la cultura y, en definitiva, contra la conciencia social de todos. Por lo tanto es deseable que una Corporación Municipal, culta e inteligente, con su gestión y gobierno, rescatara y protegiera el patrimonio documental histórico de Llerena".

Proteger, me consta que se está protegiendo a medias desde que, ya hace algunos años, el control del acceso al mismo y su ordenación sistemática quedó en manos expertas, como son las de Francisco Mateos Ascazibar, función que comparte con la de bibliotecario. Y especifico que “a medias”, por la dualidad de funciones del archivero y por las carencias del local donde se custodia el patrimonio documental, sumamente pequeño, apretado e incómodo para el archivero e investigadores. En cualquier caso, este aspecto es fácil de subsanar, como también debe tener solución la recuperación de algunos de los documentos expoliados que han caído en manos privadas por distintas circunstancias, manos que en la mayoría de los casos entiendo que están deseosas de restituirlos, aunque sería necesario arbitrar la excusa o el momento adecuado. Es este el caso y ejemplo a imitar de Miguel Ángel Iñesta, que hace unos años, con motivo de una de las Jornadas de Historia en Llerena, donó al Archivo Histórico uno de sus documentos más valioso: el famoso pergamino que contiene alguno de los privilegios de Llerena, “con sus sellos reales colgados con cordones”, al que hacemos referencia en el texto que sirve de introducción a este artículo.

Entendemos que documentos parecidos al citado pergamino siguen aún en manos privadas y que todos ellos deberían ser restituidos por los medios que se estimen oportunos. Cualquier otra solución sería incomprensible y egoísta pues, aparte de esquilmar dicha información a los demás, ¿cómo publicar algo referente a la documentación expoliada sin indicar la localización de sus fuentes?. Hoy ya no vale ni está bien visto el sospechoso recurso utilizado por algunos historiadores, algunos de ellos considerados de campanilla, cuando, a la hora de justificar documentalmente sus investigaciones, ¡nos remiten a sus archivos particulares! También resulta sospechoso el manido argumento de indicar que lo adquirió en tal o cual rastrillo o librerías de viejo, intentando colgarse medallas al alegar el esfuerzo económico que supuso su recuperación.

Por todo ello, seamos civilizados y, en lo que a mí respecta, consecuente. En mis manos han caído dos importantes fotocopias de documentos llerenenses expoliados por terceras personas, cuya descripción y orígenes explico, en lo que puedo.

El primero de trata de la fotocopia de un libro de Acuerdos del año 1587 y siguientes, más antiguo que cualquier otro de los que hoy se custodian en el Archivo Municipal. Dichas fotocopia me llegaron hace algún tiempo de forma anónima, desconociendo en manos de quien está el original. Su contenido, de difícil lectura por la enrevesada caligrafía de los distintos escribanos que participaron en su redacción, por el deterioro que le afecta y por la deficiente destreza en su reprografía está relacionado con la administración del concejo. Entre sus numerosos datos destaca un reparto de impuestos reales entre los pueblos del partido fiscal de Llerena y, lo que resulta más sorprendente y novedoso, las negociaciones entabladas por el concejo llerenense para licitar entre distintos fabricantes de ladrillos su elaboración con miras a construir un ambicioso edificio destinado a sustituir al convento de San Marcos de León. Desconocemos qué promesas o ilusiones se habían apoderado del consistorio llerenense para intentar abordar tan magna obra, pero se imaginan, por ejemplo, ¿cómo quedaría el marco actual de nuestra Plaza Mayor con su costero menos histórico ocupado por tan noble edificio?.

El otro documento ni siquiera es una fotocopia, pues se trata de una transcripción mecanografiada de un original, hoy en paradero desconocido, que en algún momento pasó por las manos de Horacio Mota Arévalo. El documento en cuestión, según indica el propio Horacio y del que es ha extraído el texto con el que se inicia este artículo, es el que sigue:

"Real Ejecutoria a favor de la ciudad de Llerena sobre el pleito seguido en la Real Audiencia de la villa de Cáceres contra las villas de Aillones, Casas, Reina y otras (Fuente del Arco y Trasierra), sobre comunidad de pastos. Año de 1793".

Acto seguido, según la transcripción mecanográfica citada y antes de empezar con la misma, aparece la descripción del documento, en los siguientes términos:

"Está contenida en 94 hojas en un cuaderno con cubiertas en pergamino, siendo el primero y el último folio del sello tercero, setenta y ocho maravedís, año de mil setecientos noventa y tres. Sello real de Carlos IV. Esta copia mecanográfica fue realizada del libro o cuaderno citado a petición de ciertos regidores del Ayuntamiento de Llerena por el médico titular de Montemolín D. Horacio Mota Arévalo, y terminada el último día de Marzo de 1960".

Estimo que el citado documento resulta básico para conocer la Historia de Llerena y de los pueblos de la Encomienda de Reina, resumiendo el contenido del famoso pergamino que donó Miguel Ángel Iñesta y relatando, además, las tensas relaciones entre estos pueblos y Llerena desde 1428 hasta este definitivo pleito de 1793. Una de las múltiples copias mecanografiadas cayó en manos del entonces alcalde de Ahillones, con quien por circunstancias fortuitas coincidí hablando de historia hace unos años. Como fruto de dicha conversación salió a relucir la existencia de la transcripción referida, alegando el antiguo alcalde que el propio Horacio Mota se la facilitó. En definitiva, este encuentro dejó en mis manos una importante fuente para el conocimiento de la historia de estos pueblos de la comarca de Llerena, documento tras cuya pista llevaba ya varios años, pues el propio Horacio, en su famoso y recurrente artículo titulado “La Orden de Santiago en tierras de Extremadura” (en R.E.E. nº VIII, Badajoz, 1962), daba muestras de conocer y de la intención de hacerlo público, circunstancia que no llegó a producirse por sorprenderle la muerte en un trágico accidente.

Pues bien, después de lo ya apuntado y argumentado, a lo que hay que añadir las numerosas visitas realizadas al Archivo Histórico Municipal de Llerena y las frecuentes conversaciones y reflexiones sobre este asunto, parece oportuno concretar algunas estimaciones y opiniones que, entendemos, mermaron considerablemente el patrimonio documental de Llerena y pueblos de su partido histórico. Para ello partimos de 1667, año en el que ya recurrente escribano de nuestra ciudad, Cristóbal de Aguilar, redactó su importatísimo memorial, describiendo de forma somera, entre otros muchos e interesantes aspectos, el contenido del Archivo Histórico de la ciudad, citando documentos hoy ausentes. Más adelante, ya en la tercera década del XIX, debió producirse un incendio u otra desgracia parecida, que se llevó por delante la totalidad de los documentos generados en los inmediatos cincuenta años anteriores. Este grave incidente que, advierto, no está documentado, afectaría a la documentación ordinaria del concejo, de la gobernación del partido, de la tesorería local y del partido, del juzgado y de los protocolos notariales; es decir toda la documentación relacionada y generada durante la Guerra de la Independencia y los inmediatos años del período ilustrado, salvándose el resto, lo que ya entonces podría considerarse como antiguo e histórico pues, como es sabido, dicha documentación se encontraba archivada en la Iglesia Mayor. Es probable que por esas mismas fechas, aprovechando la definitiva extinción de la Orden de Santiago, el advenimiento del Nuevo Régimen y la división del territorio nacional propiciada por Javier de Burgos, se aligerase el archivo eliminando papeles ya inservibles y propios del Antiguo Régimen, período histórico durante el cual Llerena tuvo un gran protagonismo.

Aparte de estos desafortunados incidentes, el primer gran expolio de nuestro archivo, este institucional, nos lo relata César del Cañizo en su introducción al referido Compendio o laconismo..., justificando cómo había caído en sus manos esta monografía llerenense escrita sobre 1640 por Andrés Morillo de Valencia, que por aquellas fechas ejercía como regidor perpetuo. El relato textual de don César dice así:

"Vivía, por entonces, en Llerena un anciano, D. José Pereira, que fue encargado por los años 1834 a 1835 de recoger los papeles del suprimido Tribunal de la Inquisición, y a él acudí en busca de noticias..."

El tal José Pereira le narraba a César del Cañizo cómo se las ingenió para hacerse con algunos de los documentos inquisitoriales de Llerena destinados a recalar en el Archivo Histórico Nacional, actitud que parecía agradar a su interlocutor, quien entendería que los papeles generados en Llerena debían seguir en esta ciudad.

No fue éste el único gran expolio institucional. Aproximadamente cincuenta años después -una vez suprimida la jurisdicción religiosa de la Orden de Santiago, desapareciendo el Provisorato de Llerena, que quedó incorporado al obispado de Badajoz-, nuevamente asistimos al traslado de papeles llerenenses, ahora al Archivo Diocesano de esta última ciudad, constituyendo dentro del mismo una importante Sección, la del Provisorato de Llerena. Y es importante por la cantidad y calidad de documentos que la integran, casi imprescindibles para conocer la historia de todo el territorio santiaguista de la provincia de Badajoz (unos 9.000 Km2). La fecha de este último expolio no está documentada, pero lo cierto es que, en una o en varias ocasiones, salieron de la ciudad y pueblos comarcanos la mayor parte de la documentación relacionada con la fundación de conventos, obras pías, capellanías, hospitales, cofradías, así como referencias a sus actividades económicas y piadosas, entre ellas las sucesivas construcciones y remodelaciones de edificios religiosos y la compra de cuadros, esculturas y otros objetos propios del culto.

Aún comprendiendo que la concentración de documentos en archivos generales redunda en beneficio de más investigadores, personalmente lamento no tener la misma facilidad para su consulta que las encontradas en los documentos que siguen en los archivos de Llerena. Pero las consecuencias derivadas de estos dos expolio institucionales no son equiparables. En efecto, resulta molesto y costoso tener que desplazarse a Madrid para consultar los papeles referentes a la inquisición llerenense, consulta en cualquier caso reglada e igualitaria para todos los investigadores; pero, aparte de molesto, resulta humillante y casi imposible consultar los papeles llerenenses del Archivo Diocesano de Badajoz, por tratarse de una consulta no reglada, sino al arbitrio de sus archiveros, que más que servir a los pacientes investigadores utilizan el archivo para florear entre sus muchos documentos, publicar con profusión y dificultar el acceso a los, insisto nuevamente, humillados, pacientes y desconcertados investigadores que hemos intentado acercarnos.

Después de estos “saqueos” documentales, los archivos llerenenses debieron caer en manos de nadie. La ciudad, ahora venida a menos y sin los privilegios del Antiguo Régimen, no parecía mostrarse interesada en sus viejos papeles, relegando los documentos a un futuro incierto, seguramente en cualquier obscuro y húmedo cuartucho de las dependencias municipales, fácil pasto de xilófagos, hongos y ratas. Y en este lamentable estado parece ser que los encontró a finales del XIX el entonces joven, y siempre culto, César del Cañizo, según él mismo describe en la introducción al Compendio o laconismo:

"...examiné el Archivo municipal y lo encontré montón informe de legajos, privilegios, protocolos, actas, boletines, listas variadas, etc. etc., que los años habían acumulado, y que el hundimiento de las Casas Consistoriales revolvió de tal modo, que no había sido posible ordenar después..."

Éste era el desasosiego que mostraba don César, frustrado por la imposibilidad de ordenar aquel caos documental y de sus retales para recabar datos y escribir coherentemente sobre la historia de la ciudad. Sin embargo, pese al contratiempo se mostraba complacido y seguro con su inmediata respuesta, que también textualmente transcribo:

"Pero si abandoné el proyecto, algo útil recogí; noticias interesantes; papeles, a mi juicio de algún valor histórico, salvé de la destrucción de ratas y polillas; y si no escribí la historia de Llerena, a lo menos, materiales para que otros, con más aptitudes, suficiencia y medios, lo consigan y lo pongan por obra, reuní algunos".

¿Qué habrá sido de aquellos documentos del patrimonio histórico y colectivo reunidos por don César? ¿Pasarán algún día a formar parte de los archivos públicos o quedarán en manos poco aptas, insuficientes y egoistas?; es decir, lo contrario a la intención del recopilador. Nos consta que don César acumuló a lo largo de su vida un gran patrimonio documental, arqueológico y etnográfico propios de Llerena y de su comarca, como así lo manifestaba Melida a su paso por esta ciudad en los primeros años del siglo XX, y lo corroboran llerenenses, ya de cierta edad, testigos directos por haber tenido acceso a las casas de don César. También es de dominio público que una buena parte del material documental acumulado por don César fue sustraído en los años setenta de la casona situada en la Plaza de la Libertad en sus esquinas con las calles Avileses y Santiespíritu. Es más, casi estoy seguro que las actas capitulares de 1587, cuyas fotocopias poseo y a las cuales ya hice referencia en páginas anteriores, proceden de esta última sustracción, fruto de una especie de aventura de distintos mozalbetes, quienes en pandillas se distraían asaltando la casona, entreteniéndose con los viejos papeles, algunos de los cuales, los más vistosos o raros, sustrajeron. Y este es el patrimonio documental que más inmediatamente debemos recuperar, pues estoy casi convencido de que sus actuales poseedores estarán deseosos de devolver la documentación al Archivo Municipal. Naturalmente, contamos con la colaboración de los herederos de don César para que devuelvan lo que quede e informen a las autoridades que estimen oportuno sobre el paradero de aquellos otros documentos que tengan localizados.

Santarén y Arturo Gazul, coetáneos de Cesar del Cañizo, fueron otros usuarios del desordenado y deteriorado Archivo Municipal. Por lo que de ellos hemos leído, no parece que quedasen en su poder documentación alguna relacionada con nuestra historia, pues aquellos documentos que mostraron consultar siguen localizados.

Y de esta manera llegamos a los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, cuando aparecen por Llerena dos personajes interesados por su historia. Me refiero a Horacio Mota y Pedro Gallego, el primero natural de Villagarcía de las Torres y médico titular de Montemolín, y el segundo abogado y alcalde de esta ciudad. Ambos personajes eran amigos y les unía las mismas inquietudes culturales, por lo que, supongo, compartirían tertulias con Antonio Carrasco y Lepe de la Cámara, estos dos últimos contratados historiadores llerenenses, con una amplia bibliografía sobre la historia de su ciudad.

Personalmente siento gran admiración por Horacio Mota, a quien no tuve la suerte de conocer, pero sí de leer apasionadamente sus escritos, que rompen con la interpretación algo decimonónica que hasta entonces se había seguido en la descripción de la historia de Llerena y su comarca. Entiendo que sus tertulias y escritos debieron de actuar como revulsivo para que otros se animasen en este apasionante mundo de la historia local, contagiándoles, como es mi caso, naturalmente salvando las distancias con este admirado personaje. Pues bien, Horacio nunca hacía referencia a fuentes concreta, entre otras cosas por que los archivos que visitaba, básicamente los de Llerena y Montemolín, no estaban registrados ni catalogados. Por ello, cuando escribía sólo indicaba que lo hacía fundamentándose en tal o cual documento que conocía o había visto. Y supongo que, dada las incomodidades de los cuartuchos que funcionaban como archivos, se vería en la necesidad de solicitar autorización para trasladar a su casa los documentos que estimase necesario para sus estudios y publicaciones. Por ello, entiendo que cuando la muerte le sorprendió custodiaría en su vivienda algunos importantes documentos relacionados con la historia de nuestra comarca. Y entendiéndolo así, en algunas ocasiones me he puesto en contacto con sus herederos, no obteniendo, por ahora, respuesta positiva, bien porque los familiares no tengan noticias de los supuestos documentos o porque no encuentre en mi persona al interlocutor adecuado.

Este mismo procedimiento he seguido con los familiares de Pedro Gallego, también con resultado negativo. Sobre este último caso, sus hijos me indicaron que don Pedro, ya muy enfermo, abandonó precipitadamente la ciudad con dirección a Madrid, dejando tras sí todo el bagaje documental que había acumulado durante su vida profesional. La casa de su morada, que desconozco si era arrendada o en propiedad, fue vendida años después, desconociendo también el paradero de su contenido.

Y en esta situación nos encontramos en la actualidad, cuando una nueva hornada de investigadores y aficionados a la Historia accedemos a un archivo muy expoliado, que dificulta poner en pie nuestro pasado histórico, necesitando por ello recurrir a otras fuentes distantes y costosas, algunas de las cuales, como la del Archivo Diocesano de Badajoz, se nos cierran ante nuestras narices, aplastando las ilusiones investigadoras.

¿Qué podemos hacer ante esta situación?. Contar lo que estimo que ha ocurrido, como hago desde estas páginas, y animar a cuantas personas dispongan de documentos llerenenses para que los devuelvan. Por otra parte, sin descartar el rescate de los documentos incluidos en el Archivo Diocesano de Badajoz, sería conveniente exigir la reproducción de aquellos más señeros y que se facilite el acceso a los mismos, especialmente teniendo en cuenta que hasta la primera república los territorios santiaguistas no dependían del obispado de Badajoz.

A modo de postdata -pues este artículo, que ve la luz en Agosto de 2007, ya fue escrito y difundido privadamente en Diciembre de 2006-, hemos de celebrar y comentar la aparición entre estas dos fechas de la Ley 2/2007 de 12 de Abril, de Archivos y Patrimonio documental de Extremadura (DOE nº 48 de 26 de abril, pp. 7.517 y ss.) que persigue proteger, enriquecer y difundir el patrimonio de Extremadura, considerando y advirtiendo que forman parte de dicho patrimonio la documentación de cualquier época, recogida o no en archivos, reunidos por la administración, instituciones o personas privadas que, en cualquier caso, quedan obligadas a comunicar la posesión de documentos públicos a la Consejería de Cultura, así como cualquier intención de enajenación, teniendo dicha consejería el derecho de tanteo y retracto. Igualmente, regula las infracciones administrativas que procedan.
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Casi un año después de la publicación de este artículo (hoy es 3 de Junio de 2008), algo se ha devuelto, como el documento original del título de ciudad y otros más. Deseamos que cunda el ejemplo.

lunes, 2 de junio de 2008

EL CONCEJO, JUSTICIAS Y REGIMIENTO DE AZUAGA DURANTE EL ANTIGUO RÉGIMEN



RESUMENEntra Azuaga en la modernidad con un término jurisdiccional extenso y una hacienda concejil saneada, circunstancia que repercutía directamente en beneficio de sus vecinos, que lo disfrutaban de forma gratuita y equitativa. Sin embargo, a finales del XVIII se nos muestra con un término sensiblemente recortado respecto a la situación de partida y, además, hipotecado, necesitando arrendar las dehesas y baldíos concejiles para pagar los intereses de la deuda. La culpa de tal despropósito hemos de atribuírsela a la generalizada y asfixiante presión fiscal que soportó durante estos tres siglos a cuenta de las continuas guerras del imperio, como la mantenida contra Portugal, aparte de ciertas circunstancias negativas que incidieron específicamente sobre Azuaga.
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El concejo de Azuaga ya estaba reconocido jurisdiccionalmente y demarcado su término en el momento de la donación de Reina en 1246
[2], pese a lo cual Fernando III determinó integrarlo en dicha donación. A partir de esas fechas, por delegación de la Orden de Santiago, su gobierno y administración, como el de cualquier otro pueblo santiaguista, correspondía al cabildo concejil, órgano colegiado cuyo nombramiento, composición y competencias quedaron definidos en los Establecimientos y Leyes Capitulares de la Orden[3]. Siguiendo sus directrices, dichos cabidos básicamente estaban constituidos por dos alcaldes ordinarios (justicias), con competencias judiciales en la primera instancia, y una serie de regidores (regimiento), generalmente ayudados por otros oficiales encargados de ejecutar lo dispuestos por alcaldes y regidores en los plenos concejiles.

Según las disposiciones iniciales de la Orden, el nombramiento de alcaldes y regidores debía hacerse anualmente en cabildos abiertos, teniendo cualquier vecino capacidad jurídica para elegir y ser elegido. Así ocurrió hasta los tiempos del maestre e infante don Enrique de Aragón (1409-1445), bajo cuyo maestrazgo se sustituyó el modelo democrático anterior por otro de carácter oligár­quico, en el que sólo un reducido número de vecino­s tenían este privilegio.

Los Reyes Católicos, una vez que asumieron la administración de la Orden, apenas modificaron lo establecido sobre el gobierno y administración de los concejos santiaguistas. Además, como venía ocurriendo desde el mismo momento en el que la Corona cedió a perpetuidad el dominio señorial y solariego de una buena parte de Extremadura a dicha Orden, defendieron que los aprovechamientos de las distintas dehesas, baldíos y ejidos debían ser compartidos de forma comunal, gratuita y equitativa por el común de vecinos de cada concejo, quedando expresamente prohibido la venta o arrendamiento de cualquiera de estos predios, como así estaba recogido en los Establecimientos y Leyes Capitulares santiaguistas. También se salvaguardaba en este compendio legal la integridad territorial de cada término y la exclusividad de sus vecinos en el disfrute de los distintos aprovechamientos.

Sim embargo, los Austria, sus sucesores, tomaron un rumbo bien distinto en relación con la administración de las Órdenes Militares, utilizándolas continuamente para remediar las necesidades hacendísticas surgidas a cuentas de la ampliación y mantenimiento del imperio. Por estas circunstancias, bajo la dinastía de los Austria se vendieron baldíos, se constituyeron nuevos señoríos, se negoció con los hábitos y encomiendas, se eximieron villas, se enajenaron oficios públicos, etc. En definitiva, por encima del fuero de la Orden y de lo dispuesto en los Establecimiento santiaguistas, los maestrazgos soportaron un tratamiento como si de tierras de realengo se tratase.

Dentro de esta administración tan abusiva destacamos la pérdida de autonomía municipal a raíz de la entrada en vigor de la Ley Capitu­lar de 1563, donde se regulaba el nombra­mien­to de alcaldes ordinarios y regidores en los pueblos, ampliando las competencias de los gobernadores – el de Llerena, en nuestro caso- circunstancia que anulaba prácticamente la opinión del vecindario en la elección de dichos oficios concejiles. No quedó en esto la cuestión pues, poco después y siguiendo con las reformas administrativas de Felipe II, la pérdida de autono­mía munici­pal se incre­men­tó tras la entrada en vigor de la Cédula Real de 1566, que suprimía las compe­tencias judiciales de los alcaldes ordinarios de los pueblos de órdenes militares, dejándolas en manos de los gobernadores y alcaldes mayores, por motivo de que la justicia no se administraba según convenía; por ser los Alcaldes Ordinarios Vecinos, y Naturales de los Pueblos, y no ser Letrados. En efecto, hasta 1566 los dos alcaldes ordinarios de Azuaga, como los de cualquier otro concejo santiaguista, tenían capacidad legal para administrar la primera justicia, también llamada ordinaria, en todos los negocios y causas civiles y criminales, quedando las apelaciones en manos del gobernador del partido de Llerena.

Para complicarle aún más las cosas a los azuagueños –y a todos los españoles de la época, pues estas nuevas medidas fueron generales- por estas mismas fechas Felipe II decide nuevamente hacer caja, fomentando la venta de cuantas regidu­rías perpe­tuas
[4] se solicitaran y pagaran. La enajena­ción de oficios conceji­les, lejos de democra­tizar la adminis­tra­ción municipal, reforzó la posición de los poderosos locales en el control de los concejos, cuyo ejemplo más próximo y oportuno lo encontramos en Azuaga, aunque también fue una práctica generalizada entre los concejos santiaguistas.

En definitiva, malos tiempos para los azuagueños durante el reinado de Felipe II. Por un lado permitió que diez regidores perpetuos gobernaran y administraran el concejo y su importantísima hacienda según más le convenían; por el otro, no menos humillante, obligaba al vecindario a desplazarse a Llerena para recibir justicia o, lo que aún resultaba más gravoso, ver cómo los oficiales de la gobernación de Llerena se señoreaban por sus calles y términos para administrar justicia “in situ”, y, además, cobrarles elevadas dietas y gastos burocráticos. Naturalmente, hay que matizar que el monarca no sentía una especial inquina o animadversión por los azuagueños; simplemente tomó estas decisiones de carácter general para hacer caja y mitigar las deudas de la Hacienda Real, siempre al borde de la bancarrota a cuenta de los excesivos gastos que representaba la defensa de la cristiandad y, especial y solapadamente, la expansión y el sostenimiento del particular imperio de los Austria. En cualquier caso, hay que “agradecer” el hecho de que el monarca, aunque forzó estas situaciones tan tramposas y abusivas, después habilitó los medios legales para que los concejos y vasallos eludieran dichas trampas; eso sí, debiendo pagar por recuperar la primitiva situación lo que tuvo a bien establecer el monarca.

Y de justicia arbitraria, y de pagar y pechar lo que continuamente se le ofrecía a Felipe II, ya sabían bastante los azuagueños de la segunda mitad del XVI. Estaba reciente el caso de la exención jurisdiccional de la antigua aldea de la Granja, nueva villa desde que en 1564 compró y pagó sus derechos de villazgo, hecho que implicaba segregar del término histórico de Azuaga, el más extenso de los comprendidos en el partido histórico de Llerena, la parte que se le adjudicó a la nueva villa. En ausencia de la carta de villazgo, desconocemos los términos argumentados por los entonces aldeanos de Granja a Felipe II para solicitar la exención jurisdiccional de Azuaga y adquirir el estatus de villa; se supone que alegarían lo habitual e estos caso: vejaciones y malos tratos por parte de los oficiales del concejo azuagueño, además del oportunista deseo de colaborar con el monarca y su real hacienda en el manteniendo del imperio y en defensa de la cristiandad. Por ello, como también era habitual en estos casos, se le adjudicó un buen pedazo del primitivo término azuagueño, seguramente muy superior al que le hubiese correspondido en proporción al número de vecinos que se segregaban de la jurisdicción.

También se estaba resolviendo por aquellos años el asunto del cuarto de legua cuadrada del término azuagueño por el que se interesó la marquesa viuda de Villanueva del Río (y Minas)
[5]. Esta otra cuestión se encuentra asociada a la venta de Berlanga y Valverde (entonces de Reina), en cuyas negociaciones los representantes del referido marquesado consiguieron, además de comprar el señorío jurisdiccional de casi el 50% de las mejores tierras de los términos de la Encomienda de Reina, hacerse también con dichos derechos en un cuarto de legua cuadrada del ya mermado término de Azuaga después de la exención jurisdiccional de Granja. Por el expediente de venta, parece deducirse que los azuagueños acataron con cierto estoicismo tal decisión –la propia de la impotencia de enfrentarse a los intereses del monarca-, aunque se defendieron enérgicamente cuando observaron que en el deslinde los administradores del marquesado pretendían delimitar, y delimitaron inicialmente, una legua cuadrada en lugar del cuarto pactado[6]. Finalmente, el asunto se resolvió por una vez a favor de Azuaga, que sólo perdió los derechos jurisdiccionales en el cuarto de legua cuadrada. En efecto, el término deslindado seguía perteneciendo a Azuaga, aunque la impartición de justicia en las causas relativas a hechos relacionados o ocurridos en el cuarto de legua cuadrada correspondía al marquesado de Villanueva del Río, más tarde incorporado a la casa de Alba, familia señorial a la que también pertenecían los diezmos, en detrimento de los derechos históricos del comendador de Azuaga. En definitiva, un nuevo traspié para la ancestral villa de Azuaga pues, además de la pérdida de jurisdicción, quedó expuesta a la potencial peligrosidad que suponía alindar con tan importantes vecinos, siempre dispuestos a incomodar y actuar abusivamente cuando se trataba de defender un maravedí.

Por lo tanto, durante el reinado de Felipe II los azuagueños -aparte una presión fiscal acuciante y generalizada para Castilla, ya muy estudiada y dada a conocer por numerosos historiadores
[7]- tuvieron que soportar cuatro envites directos: la exención jurisdiccional de Granja, la exención jurisdiccional del cuarto de legua cuadrada referido, la aparición de los regidores perpetuos en la villa y la autorización a los oficiales de la gobernación de Llerena para administrar justicia en primera instancia dentro de la villa y su término, competencia que antes de 1566 correspondía a los alcaldes ordinarios de Azuaga. Por lo contrario, y para más indignación, su rival más directo en el partido y señorío de la orden de Santiago en Extremadura, el concejo de Llerena, quedó francamente beneficiado al aumentar por estas mismas fechas sus competencias administrativas y expandirse jurisdiccionalmente asimilando como aldeas propias los antiguos lugares y términos de Cantalgallo, la Higuera[8] y Maguilla[9].

Ante esta situación tan crítica, los azuagueños deberían haber actuado en consecuencia, cosa que hicieron a medias. Así, respecto a la pérdida de término y jurisdicción aludida, tomaron la prudente decisión de no enfrentarse a los intereses de Felipe II, salvo en el caso del deslinde del cuarto de legua cuadrada. Es cierto que podrían haber ejercido el derecho de tanteo y retracto sobre la parte del término jurisdiccional que perdían pero, por otras experiencias similares surgidas en distintos lugares, sabían que, aparte gastarse grandes cantidades de maravedíes en abogados y procuradores, al final el fracaso estaba garantizado. Por ello, olvidándose de estos dos asuntos y haciendo los cálculos pertinente, también entendieron, y así actuaron, que no podían hacer nada para recuperar la jurisdicción suprimida ni sobre el consumo de regidores perpetuos sin poner en riesgo las dehesas y baldíos concejiles.

Esta misma disyuntiva estaba presente por aquellas fechas en la práctica totalidad de los concejos de la Extremadura santiaguistas, salvo en Llerena, donde únicamente tenían el problema de desembarazarse de los regidores perpetuos, aspecto que abordaron a finales del XVI, aunque con resultado perverso para sus vecinos
[10]. Por las referencias que tenemos, la mayoría de los concejos santiaguistas de la zona optaron, inmediatamente que Felipe II lo permitió (a partir de 1588), por recuperar la administración de justicia en primera instancia, impidiendo de esta manera que el gobernador de Llerena y sus oficiales se entrometiesen continuamente en dicha administración y evitando así mismo humillaciones, molestias y gastos al vecindario, pero teniendo que soportar los abusos de los vecinos que decidieron comprar el oficio de regidor perpetuo. Sin embargo, en Azuaga quedaron como paralizados e impotente, aguantando simultanea y estoicamente la prepotencia de los diez nuevos regidores perpetuos y las continuas envestidas de los oficiales de justicia de Llerena; es decir, iniciaron el siglo XVII con ambos problemas.

Por lo tanto, con los antecedentes relatados, durante el XVII tampoco le fueron bien las cosas a Azuaga ni, en general, al reino de España. La crisis y decadencia generalizada de este último siglo se achaca al empecinamiento de los Austria en mantener su particular imperio y hegemonía en Europa. Además, internamente hubo que afrontar el intento separatista de Cataluña y la guerra contra Portugal, cuyos naturales decididamente no querían ser gobernados desde Madrid. Por la concurrencia de tantas circunstancias adversas, los gastos militares fueron cuantiosos y la correspondiente financiación se llevó a cabo incrementando la ya elevada presión fiscal heredada de Felipe II.

Pues bien, bajo esta crítica situación, en 1633 los azuagueños decidieron por fin abordar parte la comprometida situación en la que estaban envueltos desde finales del XVI, tomando la decisión de hipotecar las tierras concejiles y comunales para hacer frente a los gastos que suponía el consumo o recompra de los diez oficios de regidores perpetuos adquiridos por otros tantos vecinos de la villa y, de esta manera, por el procedimiento de insaculación habitual, que cada año fuesen nombrados los regidores correspondientes de acuerdo con la Ley Capitular de 1563
[11]. Para ello, y por iniciativa de algunos vecinos que comprometieron su propia hacienda, se siguió el procedimiento habitual, según las indicaciones que los funcionarios reales ya habían habilitado para tal efecto:
- Se convocó cabildo abierto por petición popular.
- Tras las pertinentes deliberaciones, se acordó ejercer el derecho de tanteo sobre las diez regidurías perpetuas referidas.
- Para ello, se dieron los oportunos poderes a los dos alcaldes ordinarios, autorizándoles a gestionar y seguir el asunto.
- Estos, asesorados y representados por abogados y procuradores, solicitaron la Real Provisión pertinente que les autorizase a recomprar para el concejo las regidurías enajenadas por la Corona.
- Con dicha autorización, solicitaron otra Real Provisión que les facultase para imponer un censo sobre determinadas dehesas concejiles y también para arrendarlas
[12].
- Seguidamente, el concejo hizo público por toda la comarca la necesidad de pedir prestado 6.500 ducados, cantidad en la que se tasó el valor de las diez regidurías perpetuas consumidas, haciendo constar que como garantía de pago el prestamista de turno podría establecer un censo al quitar (no perpetuo) sobre las dehesas autorizadas por la corona.

Pues bien, al parecer fue una viuda guadalcanalense quien se hizo eco de las intenciones del concejo azuagueño, poniendo sobre la mesa los 6.500 ducados en los que se tasó el valor de las diez regidurías
[13]. Ésta es la circunstancia por la que el documento de referencia se localice en el Archivo de Protocolos Notariales de Guadalcanal, donde aparecen amplias referencia sobre dicho asunto, entre las cuales, aparte las referidas y las insistentes seguridades jurídicas del capital prestado exigida por la prestamista, se relacionan y describen las dehesas hipotecadas como garantía de pago. Éstas eran conocidas por los nombres de dehesa boyal Vieja, dehesa boyal Nueva, otra dehesa boyal denominada dehesilla del Matachel y el baldío adehesado de Valdenoques.

Por desgracia, no fueron estos los únicos predios hipotecados, pues a medida que avanzaba el XVII la situación era cada vez más crítica, necesitando el concejo azuagueño recurrir a nuevos préstamos para afrontar la continua demanda de impuestos, estableciendo para ello nuevos censos o hipotecas sobre el resto de las tierras concejiles y comunales. La consecuencia más inmediata fue la necesidad de arrendar la totalidad de las tierras concejiles para afrontar anualmente los corridos o réditos del capital prestado, situación determinante para que dichas tierras, que teóricamente debían ser usufructuadas gratuita y equitativamente por el común de vecinos, perdieran ese carácter ancestral y surgiese la necesidad de arrendar en pública subasta sus aprovechamientos. Por ello, en Azuaga se consolida ese ya crónico estado de excepción, que se saltaba, con la anuencia e interés de la corona, lo dispuesto en los Establecimientos y Leyes Capitulares santiaguistas, y también lo recogidos en las particulares Ordenanzas Municipales de Azuaga
[14], donde, volvemos a insistir, se defendía la imposibilidad de arrendar las tierras concejiles y la obligación de repartirlas equitativamente entre los vecinos.

No hace falta aclarar que esta lamentable situación fue común a la mayor parte de los concejos de los reinos de España, especialmente a los de la corona de Castilla, donde estaba incluida nuestra villa y la práctica totalidad de lo que quedaba del señorío de la Orden de Santiago. También conviene observar otro aspecto importante sobre la fiscalidad aplicada. Me refiero a su carácter indirecto; es decir, se aplicaba por igual al vecindario (mayoritariamente al consumo y a los bienes comunales, como acabamos de considerar) con independencia de su particular hacienda, reducida a las utilidades de las actividades comerciales, artesanales o ganaderas, pues la tierra en manos privadas no representaba mas del 10% en cada término, al menos en el partido histórico de Llerena.

Pues bien, pese a todos los problemas descritos, liberados ya de los específicos gastos de la Guerra contra Portugal, en 1674 los azuagueños tuvieron que replantearse el escabroso asunto de la jurisdicción suprimida en 1566 pues, al parecer, las molestias que recibían de los funcionarios de las distintas administraciones centralizadas en Llerena resultaban ya inaguantables
[15]. Por ello, en esta última fecha decidieron poner en conocimiento de Carlos II su crítica situación, relatándole los repetidos esfuerzos de la villa para pagar religiosamente todos los impuestos que se le ofrecían y habían ofrecido a la corona durante la Guerra contra Portugal, que el vecindario había pasado en un siglo de 1.630 vecinos (en 1565) a sólo 552 (en 1674, incluyendo a religiosos, viudas, pobres y otros no contribuyentes), que las arcas del concejo estaba totalmente vacías y con numerosas deudas pendientes, que la Casa del Ayuntamiento se había desplomado, habiendo sepultando y destruidos en su caída a los documentos sobre los privilegios de la villa, y que esta circunstancia les dejaba en clara indefensión frente a las exigencias de los funcionarios de las distintas administraciones llerenenses. Finalmente, le hacen saber el deseo de eximirse de la jurisdicción de la ciudad de Llerena, relatándole que “ha mucho tiempo que excede de la memoria de los hombres que obtuvieron privilegio de ser villa por si y sobre si y como tal los alcaldes y oficiales del Ayuntamiento conocían de todas las causas, de cualquier género que fueren en su primera instancia hasta su fenecimiento por sentencia definitiva…”

No indicaron los oficiales y procuradores de Azuaga o, lo que es más probable, no sabían el motivo por el cual habían perdido dicha jurisdicción en favor del gobernador de Llerena; sólo referían las molestias y vejaciones que les infringían, así como su indefensión documental por la referida ruina del archivo. Como ya se ha adelantado, la pérdida de la capacidad de administrar justicia en primera instancia fue la consecuencia directa de la Real Provisión de 1566. También ya se ha referido que, más adelante, Felipe II vuelve sobre sus pasos mediante otra Real Provisión, ésta de 1588, devolviendo dicha jurisdicción, pero con la condición de que el concejo que así lo deseare debería “ofrecerle” 14.500 maravedíes por vecino. Sin embargo, el concejo de Azuaga, al contrario de lo seguido en los pueblos santiaguistas de su entorno, decidió en aquellas fechas no pagar esa cantidad y seguir administrado judicialmente de forma directa desde Llerena. Y en esta situación permanecieron hasta 1674, año en el que deciden pagar y librarse de tan molesta subordinación. Desconocemos el conjunto de los trámites seguidos, aunque disponemos del documento final y definido, la Real Provisión de Carlos II devolviéndoles la jurisdicción
[16], previo pago de 3.036.000 maravedíes; es decir, 5.500[17] maravedíes por cada uno de los 552 vecinos o unidades familiares censados en Azuaga y la aldea de la Cardenchosa. Mediante dicha Real Provisión, saltándonos el ritual y las consideraciones previas, el monarca tuvo por bien:

…de propio motu, ciencia cierta y poder real absoluto… usar como Rey y Señor natural, no conociendo superior en lo temporal, hacer merced a vos, la dicha villa de Azuaga, de la jurisdicción en primera instancia civil y criminal para que como de por sí y sobre sí puedan los alcaldes ordinarios de ella… de conocer, usas y ejercer en ella y su jurisdicción, termino y territorio la primera instancia perpetuamente en todas las causas y negocios que se ofrecieren, de cualquier calidad civiles y criminales… y sin que el nuestro gobernador de la ciudad de Llerena, su alcalde mayor ni otra persona en su nombre puedan entrometerse… tal como ocurre en las demás villas exentas de estos mis reinos y señoríos… reservando, como reservo, las apelaciones que de vuestros autos y sentencias se siguieren al dicho gobernador de Llerena…

Y en esta situación, algo menos crítica durante el reinado de Carlos II, llegamos y asistimos a finales del XVII a la muerte sin sucesión de este desgraciado monarca, encontrándonos entonces en la rocambolesca situación de tener que soportar en nuestro territorio las disputas entre las dos dinastías europeas que aspiraban a la corona de los reinos de España. Al final, en perjuicio de los españoles de la época, ambos contendientes salieron beneficiados: el Borbón, Felipe V, porque consiguió los derechos históricos de la monarquía hispánica, y el aspirante de la dinastía de los Austria porque no se fue con las manos vacías.

Se inicia, por lo tanto, el XVIII con una nueva guerra interna y un cambio dinástico en la monarquía. Esta última circunstancia no supuso alteraciones significativas en el seno de la Orden de Santiago y sus concejos, espacio territorial donde, protegido de guerras y con una presión fiscal menos acuciantes, se observa de forma generalizada un crecimiento vecinal importante a lo largo del siglo, alcanzándose a finales del XVIII las cifras de vecindad que ya se alcanzaron en las últimas décadas del XVI, reducida drásticamente a lo largo del XVII como consecuencia de la desastrosa política imperialista de los Austria.

Pues bien, pasando por alto las variopintas circunstancias políticas que afectaron de forma genérica a los españoles del XVIII, nos encajamos a mediados de este siglo con dos importantes referencias sobre Azuaga: el Real Decreto de 1738, por el que se creó la Junta de Baldíos y Arbitrios para reintegrar a la Corona los baldíos usurpados por los concejos y proceder a su venta, y las 40 respuestas de los azuagueños al cuestionario conocido por el nombre de Catastro de Ensenada, que representa la mejor referencia sobre la historia de Azuaga.

Si se destaca el Real Decreto de 1738 lo hacemos por dos motivos. En primer lugar porque representa una especie de intento desamortizador por parte del Estado, que entendía ser propietario de determinados baldíos, justo los que en cada caso fuesen denunciado por los jueces de baldíos nombrados al efecto para cada comarca. Como se indica, sólo fue un intento, porque la cuestión se zanjó pagando a la corona la cantidad que en cada concejo determinaron dichos jueces de baldíos. En lo que se refiere a Azuaga, la cuestión se resolvió pagando 190.000 reales, que el concejo no tenía, por lo que tuvo que volver a hipotecar las tierras concejiles y comunales. El otro gran motivo por el que consideramos el referido Real Decreto es el de homenajear a Bernabé de Chaves
[18], el mejor cronista de la Orden de Santiago, quien precisamente redactó su famoso y recurrente Apuntamiento Legal para defender los intereses de la Orden en este intento de la corona por apoderarse de los baldíos concejiles de los pueblos santiaguistas.

Sin duda, la mejor referencia sobre Azuaga en el Antiguo Régimen la encontramos en las respuestas generales al Catastro de Ensenada, por las que conocemos, entre otros muchos aspectos históricos de gran importancia para la villa, datos sobre la extensión de su término, los distintos predios que lo integraban, sus aprovechamientos y, sobre todo, a quien correspondía dichos aprovechamientos y bajo qué circunstancias. En efecto, en la cuarta respuesta los azuagueños encargados de contestar a las cuarenta preguntas de la encuesta citan a todos y cada uno de los bienes de propios, entre ellos las dehesas, ejidos y baldíos concejiles, según la siguiente relación:
- Tres dehesas boyales (la Vieja, la Nueva y la dehesilla de Matachel).
- Tres baldíos adehesados (Valdenoques, la Nava y Zurrón de Pollinas)
- Varios baldíos (Carneril de la dehesa Vieja, Cueva de Peñaorodada, Aguda, Jabata y los sitios denominados Mesa del Castaño, el Jaramagal, el Jallón, el Coto y el Saltillo)
- El ejido ansanero, situado en las proximidades del pueblo.
- La dehesa de la Serrana que, aunque era propia de la encomienda, la bellota y el agostadero pertenecía también a los propios del concejo

En total, según la respuesta número diez, 41.815 fanegas de puño en sembradura de trigo, manifestando que se trataban de fanega de 93 varas cuadradas castellanas y, por lo tanto, equivalentes cada una de ellas a 6.043 m2; es decir, como era habitual ante una encuesta fiscal de este tipo, los concejos daban cifras de vecindad, producción y términos inferior a las reales. En efecto, la cantidad de fanegas del término es estimada claramente a la baja, pues, como es conocido, la superficie del término de Azuaga asciende a 49.731 hectáreas, es decir, 82.295 fanegas de puño. También por motivos fiscales se estimaron a la baja todos aquellos aspectos económicos locales por los que se interesaban en el Catastro.

Su distribución por aprovechamientos, según también aparece en la respuesta número diez, era de 15.080 fanegas dedicadas a pastos en dehesas y baldíos, 21.700 dedicadas a la labor, unas 5.000 que consideraban sin aprovechamientos o inútiles y el resto, siempre superficies insignificantes, dedicadas a huertas, viñas, olivos o zumacales.

En la respuesta número 20 nos indican algo importante. Concretamente relacionan las tierras que el concejo había reservado para ser aprovechadas de forma gratuita por el ganado del vecindario, reduciéndose éstas a las tres dehesas boyales y los baldíos denominados Zurrón de Pollinos y Valdenoques, además de las 5.000 fanegas que consideraban inútiles. No obstante, indican con claridad que dichos predios, con las cargas citadas, también se arrendaban a ganaderos mesteños y riberiegos, como el resto de los predios concejiles. En total, según indican en la respuesta número 23, el concejo obtenía por estos arrendamientos 60.951 reales de vellón, los cuales, junto a los 4.808 derivados de las subastas de abastecedores públicos (aceite, vino, aguardiente, pescado y carne), daban un total de ingresos para el concejo de 65.759 reales.

Con los ingresos anteriores el concejo afrontaba los gastos derivados de su administración y gobierno, según explican en la respuesta número 25, aunque una buena parte de ellos, como indicaban en la respuesta número 26, eran empleados en pagar los intereses o corridos de los once censos o hipotecas que afectaban a las dehesas y baldíos del concejo por un montante total o principal de 427.292 reales, deuda que al 3% de interés suponía unos 12.800 reales de réditos anuales. En la misma respuesta 26 nos dan más información sobre el origen de la deuda, centrada mayoritariamente (237.292 de los 427.292 referidos) en los gastos derivados del consumo de oficios que el concejo afrontó en 1634. Los 190.000 restante corresponden a la recompra de los baldíos en 1747, según la sentencia de 10 de noviembre de 1740, asunto ya comentado en líneas anteriores al referiros al Real Decreto de 1738.

Bajo esta fórmula y circunstancias permaneció el gobierno de Azuaga y del resto de los concejos santiaguistas hasta mediados de la segunda mitad del XVIII, fechas en las que se ensayó una tibia democratización municipal, tras las ins­truc­ciones de carácter general que el gobierno central dictó para la adminis­tra­ción de los bienes de propios y arbitrios (1760 y 1786). Asimismo, a partir de 1766 se permitió al vecinda­rio la interven­ción en la elección democrática de dos nuevos oficios conceji­les: el síndico persone­ro, que fiscali­zaba el reparto y adminis­tración de los bienes conceji­les, y el ­síndico del común, que hacía lo propio en la subasta y regula­ción de abastos oficiales. Ambos con voz en los plenos, pero sin voto en las decisiones municipa­les.

Sin embargo, a la vista del informe del intendente Alfranca, que aparece tras las respuestas a las preguntas planteadas por la Real Audiencia de Extremadura en el Interrogatorio que planteó en 1791
[19], las medidas ilustradas no fueron suficientes para evitar abusos y desfalcos en la administración y gobierno del concejo y sus términos. Estimaba dicho intendente que el alcalde mayor de Azuaga, autoridad real presente en la villa desde 1752, y los regidores seguían al dictado las instrucciones y manejos de un tal José Pulgarín, presbítero y subdelegado de la Santa Cruzada en Azuaga[20], que había declarado como tierras mostrencas y sin dueño determinado unas tres mil fanegas del término, vendiéndolas en nombre de la hacienda real a particulares, según las instrucciones a aplicar a este tipo de predios. El caso fue que, como indicaba el propio Alfranca, se vendió a bajo precio, no tres mil fanegas sino seis mil de las dehesas y baldíos propios del concejo que, en realidad, como sigue insistiendo el Sr. Alfranca, debido al deslinde tan ventajoso que hicieron a favor de los nuevos propietarios, se aproximaba a las doce mil fanegas, todo ello mediante escrituras dudosas, con tachaduras y espacios sin rellenar.

Por lo tanto, los azuagueños abordan el siglo XIX con las mismas deudas de siempre afectando a las tierras concejiles y comunales, pero con menos tierras a cuenta de los excesos del tal Pulgarín. Además tuvieron que hacer frente inmediatamente a la Guerra de la Independencia y a los desmanes de Fernando VII, dejando este monarca tras su muerte el terreno abonado para las desamortizaciones de las tierras de eclesiásticos en 1836 y de las concejiles a partir de 1855. Estas leyes desamortizadoras permitieron que el Estado sacase a subasta pública las tierras concejiles, pasando de lo que podríamos llamar latifundismo concejil a otro de carácter privado, que persiste.

[1] Este artículo fue presentado por su autor como una comunicación en las VIII Jornadas de Historia en Llerena, publicándose en las actas correspondientes.[2] Así lo entiende LÓPEZ FERNÁNDEZ, M. “Las Tierras de Reina entre el Islam y la Cristiandad”, en REE, T. LXIII-I, pp. 187-212, Badajoz, 2007.[3] Se imprimieron por primera vez en 1502 (Sevilla), encomendado su recopilación a FERNANDES DE LA GAMA, que los agrupó bajo el título Compilación de los Establecimientos de la Orden de la caballería de Santiago del Espada. Existen otras ediciones posteriores correspondientes a los años de 1527, 1555.1565, 1577, 1598, 1605, 1655, 1702 y 1752, generalmente actualizadas detrás de algunos de los Capítulos Generales de la Orden de Santiago.[4]El carácter a perpetuidad de estos oligarcas concejiles les habilitaba para usar y abusar del cargo, transmitirlo por herencia, venderlo e, incluso, arrendarlo.
[5] MALDONADO FERNÁNDEZ, M. Valverde de Llerena. Siglos XIII al XIX, Sevilla, 1998.[6] Resulta difícil determinar la superficie, por lo ambigüedad de la medida. Teóricamente, una legua equivalía a lo que se andaba en una hora. En cualquier caso, es notable la diferencia entre un cuarto de legua cuadrada y una legua cuadrada.[7] Remito especialmente, por lo que se ajusta a nuestra situación, a PÉREZ MARÍN, T. Historia rural de Extremadura (Crisis, decadencia y presión fiscal en el siglo XVII. El partido de Llerena), Badajoz, 1993.[8] MALDONADO FERNÁNDEZ, M. "Tres situaciones jurisdiccionales en Higuera de Llerena: lugar, aldea y villa", en Revista de Fiestas, Higuera, 1997.[9] MALDONADO FERNÁNDEZ, M. “Maguilla, ¿una aldea de Llerena?”, en Revista de Feria y Fiestas Patronales de Llerena, Llerena, 2003.
[10] MALDONADO FERNÁNDEZ, M. “Crisis en la hacienda concejil de Llerena durante el Antiguo Régimen”, en Actas e las VI Jornadas de Historia en Llerena, pp. 259-268, Llerena, 2005[11] APN de Guadalcanal, leg. 9, fol. 58 y ss.[12] En realidad, como ocurrió en la mayoría de los concejos santiaguistas, esta autorización daba paso a una especie de estado de excepción pues, según estaba dispuesto en los Establecimientos y Leyes Capitulares santiaguistas, también recogido en las ordenanzas municipales de sus concejos, los bienes comunales eran inalienables por definición, no pudiendo ser arrendados ni hipotecados, salvo, como en este caso, que se tuviese la pertinente autorización del rey, en calidad de administrador perpetuo de las órdenes militares.[13] En la documentación consultada no aparecen los nombres de los diez regidores perpetuos. Tampoco se hace referencia a las negociaciones entabladas para fijar el precio. Al parecer, se pedían inicialmente diez mil ducados, aunque el precio final, seguramente forzado por los funcionarios de la Hacienda Real, quedó en los 6.500 referidos[14] Según el Sr. Alfranca, intendente en el Interrogatorio de la Real Audiencia de Extremadura en 1791, dichas Ordenanzas fueron aprobadas en 1525.[15] Llegados a este punto, huelga indicar que no hemos de buscar a los culpables entre los vecinos pecheros de dicha ciudad, sino entre los numerosos funcionarios y oligarcas que en ella residían como sede del gobernador y de las numerosas administraciones civiles que le correspondían, aparte de albergar al provisor y su curia eclesiástica, y ser sede de uno de los tribunales de la Inquisición. Más datos en MALDONADO FERNÁNDEZ, M. Llerena en el siglo XVIII. Modelo administrativo y económico de una ciudad santiaguista, Llerena, 1997.[16] AHPC, Leg. 572.[17] Cantidad sensiblemente inferior a los 14.500 maravedíes que se exigían inicialmente.[18] CHAVES, B. Apuntamiento legal sobre el dominio solar de la Orden de Santiago en todos sus términos…, ed. Facsímile de la editorial “El Albir”, Barcelona, 1975.[19] RODRÍGUEZ CANCHO, M. Y BARIENTOS ALFAJEME, G. (Eds) Interrogatorio de la Real Audiencia de Extremadura a finales de los tiempos modernos. Partido de Llerena, Mérida, 1994.[20] El tal Pulgarín, como la mayoría de los numerosos clérigos de la villa, aparece reiteradas veces en las respuestas al Catastro de Ensenada, siempre asociado a negocios privilegiados y sospechosos, entre ellos el de receptor de bulas de la Santa Cruzada al que tanto partido sacó en la segunda mitad del XVIII.
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